Clifford Geertz:

Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos
Barcelona, Paidós, 2002: 276 páginas.

 

(Review - Reseña)

 

Por Enrique Anrubia

 

En 1999 Paidós publicó tres ensayos de Geertz bajo el título Los usos de la diversidad. Curiosamente--y acertadamente por quien decidió su unión--esos tres ensayos fueron incluidos por el mismo Geertz en el 2000 como los tres primeros capítulos de Available Light. Anthropological reflections on philosophical topics. El libro que nos llega ahora--titulado con el subtítulo- son los capítulos restantes que faltaban por traducir de la última obra del antropólogo de Princeton. Como ya es habitual, el libro es una selección y recopilación de los últimos trabajos que Geertz ha realizado sobre temáticas afines.

 

El primer capítulo es una especie de redacción comprimida de la vida académica de Geertz. Vida, por otro lado, que ya ha sido redactada en otros sitios como el capítulo de "Disciplinas" de After the Fact, o, en otra gran parte, en la entrevista concedida a Handler en el 91. Anécdotas incluidas, desaires personales de soslayo, existen puntos interesantes que ayudan a contextualizar mejor ciertos debates teóricos de las décadas anteriores, ciertas sentencias, escandalosas en el pasado y convertidas en clásicas después--los gallos y sus textos, los símbolos que no sólo funcionan-, pronunciadas en determinadas situaciones, y algunas influencias que, entre sus más y sus menos, eran conocidas--los Wittgenstein, Burke (Kenneth que no Peter), Langer, y demás.

 

El segundo es una mezcolanza de reseñas y artículos que tiene como argumento unificador el análisis actual de la antropología (un "Estado de la cuestión" que es singularmente mencionado como una state-of-the-art) como disciplina y como ciencia. El primero de ellos--"Zizag", en referencia a la idea de los andares antropológicos de un pato como zarandeos, oscilaciones...- anota los problemas de la identidad de la antropología. Para Geertz el seísmo desorientador no es producido mayormente por la pérdida del objeto de estudio--no es que ya no queden "primitivos" sino que nunca existieron-, o por la aglutinación a veces inconexa de los llamados "Cuatro Campos", ni por el movimiento gravitatorio que recuerda que el edificio de la antropología social está cogido por hilos y que nadie sabe muy bien quién sujeta a quién, si realmente hay que sujetar a alguien--también eso sucede en cierto modo en la filosofía, la historia o la psicología-. Para Geertz, la privación que origina el revuelo de no saber cómo definir a la antropología comienza (que no acaba) por "la pérdida del aislamiento en la investigación" (p. 47). Parece que el "campo" ha sido invadido por todo tipo de estudiosos--economistas, psicólogos, abogados, arquitectos-. La respuesta de la antropología ha sido un esfuerzo por definir, más hondamente si cabe después de Malinowski, el método de los antropólogos: "lo que nosotros hacemos y otros no, o lo hacen sólo ocasionalmente, y no tan bien, es [...] hablar con el hombre del arrozal o con la mujer en el bazar desenfadadamente" (p. 48). La antropología da una visión supuestamente holística, humanizadora, capaz de encontrar recovecos del corazón humano que ni el economista, ni el psicólogo, ni el arquitecto son capaces de hallar. Esto ha dado un prestigio externo a la antropología, a la par que ha recrudecido interiormente el debate sobre la seriedad científica (objetivismo y cia.) y la naturaleza moral de la investigación. Parecen dos gritos de guerra--la única validez es la científica versus el "«¡abajo con nosotros!» como crítica" (p. 52)- que resuenan a la dicotomía de la ciencias del espíritu y las de la naturaleza. Geertz, ecléctico y moderado entre ambas posturas, simplemente reseña que lo que sí que parece obvio en la antropología es que en esa confusión de puertas adentro, y en esa fama y reconocimiento más allá de las ventanas, algo tiene que ofrecer que idiosincrásicamente las demás disciplinas no pueden. "Cultura de guerra", el segundo de los artículos, toma como base la disputa entre Sahlins y Obeyesekere sobre el encuentro y la muerte del capitán Cook por parte de los hawaianos. En el cruce de acusaciones encuentra Geertz la excusa para plantear no sólo cuestiones casi tipológicas--"¿qué podemos hacer ante prácticas culturales que nos resultan tan extrañas e ilógicas? ¿cómo son de extrañas? ¿cómo de ilógicas?" (pp. 62-63)-, sino plantearlas en el nuevo contexto disciplinar de la llamada era "post-todo": la posibilidad de hacer un estudio antropológico evitando la acusación de un etnocentrismo teórico. "Un pasatiempo profundo" es una comparación entre los libros de Pierre Clastres, Chronicle of the guayakis indians--una obra publicada hace treinta años y traducida al inglés hace cinco-, y el de James Clifford, Routes. Geertz encuentra en el del francés--de sesgo estructuralista para más señas-un alegato a favor del trabajo de campo en su sentido más "clásico" en contra del amasijo metodológico y teórico de Clifford. Por último, le siguen dos artículos ya traducidos en otros sitios al español--aunque se han vuelto a traducir de nuevo-: "Historia y antropología", y "Conocimiento local: algunos obiter dicta".

 

A partir de aquí se podría decir que vienen una serie de capítulos que podrían ser reagrupados--Geertz no lo hace- bajo el rótulo de "nominales", es decir, capítulos que tienen en común el hecho de dirigirse a un autor concreto afines, en algún aspecto, a las posiciones de Geertz: Charles Taylor, Thomas S. Kuhn, William James y Jerome Bruner.

 

En el caso de Taylor--"El extraño extrañamiento"-, Geertz comparte con él la idea,--archiconocida, archicitada y recalcitrantemente propugnada por todo tipo de pensadores- de la penuria teórica de comprender al ser humano tomando solamente como fundamento el modelo propugnado por las ciencias naturales--leyes, causas y demás logísticas predictivas-; pero lo que el norteamericano le reputa al canadiense es, dicho rápidamente, que la idea que toma de "ciencias naturales" es más un paradigma que una investigación profusa de lo que son, han sido o han ido cambiando las mismas (p. 117). Parece como si desde Newton o Galileo todas las Naturwissenschaften hayan sido hermanas gemelas con un desarrollo homogéneo, aconflictivo e imperturbable (o "perturbado" sólo por el progreso de la misma ciencia); y que, en cierto modo, han sido una resistencia constante a aquellas ciencias humanas que no veían ni razonable, ni factible realizar una "física social" o un "positivismo gnoseológico". Para Geertz, existe una historiografía de la ciencia--Kuhn, Lakatos, son los primeros de una lista cada vez más floreciente- que enseña ésta como un devenir histórico, variable, comprometido, de tal manera que no está tan claro que ese resquemor de Taylor sea teóricamente tan productivo. Además, existen disciplinas "científicas" o corrientes de pensamiento dentro de ellas-la biología, en el primer caso, Heisenberg y otros, en el segundo- cuyos modelos de comprensión no sólo son totalmente dispares a lo que se ha entendido por "modelo científico", sino que incluso han aportado formas de pensamiento de las que se han apropiado pensadores humanistas fuera de toda sospecha. Geertz entiende que defender una postura culturalmente interpretativa, en la que se alía con Taylor, implica "desplazar, o al menos complicar, la imagen diltheyana que nos ha cautivado durante tanto tiempo " (p. 128). Taylor ha luchado contra la naturalización de las ciencias humanas bajo la poderosa influencia de la ciencias fuertes, pero lo que se ha ido poniendo de relieve es que quizás, las segundas, no son tan naturales como se creía, ni las primeras están actualmente tan amenazadas.

 

Desde esta perspectiva, el capítulo sobre Kuhn--"El legado de Thomas Kuhn"- es un reconocimiento y un refinamiento personal y académico de la enorme influencia de su obra. Y, obviamente, en especial de La estructura de las revoluciones científicas. Geertz hace balance de lo que fue la gran aportación de Kuhn, y de las múltiples e infinidades matizaciones, recapitulaciones y aclaraciones que tuvo que hacer en su vida tras la publicación de La estructura: "rezó para que lloviera y se produjo una inundación" (p. 142).

 

En "Una pizca de destino", Geertz vuelve a uno de sus temas fibrilares: la religión. Desde la obra de James, Las variedades de la experiencia religiosa, Geertz intenta desdoblar el subjetivismo de la experiencia religiosa en James. Desde la posición de que la religión es para James, sobre todo, una experiencia personal y subjetiva, y que para Geertz la religión es, sobre todo, una acción pública y social, el intento del de Princeton consiste en un rescate de ese lado personalista que a veces se desecha demasiado pronto, (también sobre todo), en algunas investigaciones antropológicas. La tarea puede entenderse como limpiar el cesto de las manzanas estropeadas (un psicologismo demasiado solipsista) para retomar los aspectos positivos de las brillantes intuiciones de James. Así visto, el capítulo consiste en una primera parte dedicada a observar lo profundamente enraizadas que están la "las creencias religiosas" en el mundo de la cultura--con anotaciones nuevas sobre su concepción de la religión-, y un segundo dedicado sobre todo a mostrar, desde un trabajo recientemente publicado, que todo estudio de la religión como fenómeno social debe abarcarla como experiencia de interioridad para completar el primer punto--una pars construens de James.

 

"Acta de desequilibrio" analiza la obra de uno de los padres de la llamada Revolución Cognitiva, el psicólogo Jerome Bruner. A través del tema de la educación en la psicología infantil, relata Geertz como Bruner pasó de una postura donde creía que pensar era principalmente un acto intracerebral a otra, más acorde con lo que Geertz profesa, donde el pensamiento depende en su mayoría de la adecuación a significaciones socioculturales: "cualquier teoría, dice Geertz que dice Bruner, de la educación que aspire a reformar [la realidad], y apenas hay de algún otro tipo, necesita ejercitar su atención en la producción social del significado" (p. 177). Singularmente atractivo resulta el tema (muy conocido para los psicólogos) de la concepción narrativa del niño--algo así como somos lo que somos porque nos contamos las historias (cuentos) que nos contamos-. Geertz acaba el capítulo mostrando las dificultades académicas y teóricas entre una reciente psicología cultural--la que defiende Bruner- y la antropología cultural--no tan reciente, pero no tan asentada como se puede creer- , a la vez que apostando por dicha inicial confusión que promete ser sumamente productiva (aunque sin sello de garantía).

 

En "Cultura, mente cerebro / cerebro, mente, cultura" Geertz vuelve a temas de los que ya se había preocupado en La interpretación de las culturas: la relación entre pensamiento, cultura y corporalidad, la noción estratigráfica del ser humano, la idea de cultura como sistemas simbólicos, los problemas del cartesianismo, etc. La novedad es el asunto a partir del cual desarrolla sus ideas: los sentimientos, esto es, desde estudios recientes sobre la antropología de la afectividad "que defienden un enfoque de las emociones esencialmente semiótico" (p. 198).

 

Pero es probable que el capítulo estrella del libro sea "El mundo en pedazos". Quizás porque no es estrictamente un capítulo sino un diminuto libro dentro de otro--fue publicado originalmente en alemán en 1996 (e impartido como Lecture en el 95 en Viena) con el nombre de Welt in Stücken: Kultur und Politik am Ende des 20. Jahrhunderts-. El capítulo es toda una serie de reflexiones en torno a una situación: "la rampante rotura [cultural y política] del mundo, a la que, tan de repente, nos enfrentamos" (p. 214), y cómo debe ser la reflexión sobre ella. Los modelos conceptuales que se usan hoy en día para describir y calificar no son apropiados para el mundo plural, amalgamado, irregular, cambiante (vertiginosamente cambiante) y discontinuo en el que vivimos. La solución para hacerse cargo de esta situación no pasa por reemplazar esos términos de gran escala "por otros aún de mayor escala, más integradores y totalizantes, «civilizaciones», o lo que sea" (p. 216), ni tampoco por defender, posmodernistamente, que "hay tan sólo sucesos, personas y fórmulas provisionales en disonancia unas con otras" (p. 216). La tarea de entender el mundo astillado en el que vivimos pasa por la laboriosa, concienzuda y seria tarea de hacer caso a las astillas: "Lo que necesitamos son maneras de pensar sensibles a las particularidades" (p. 218). El modo en que costumbristamente se ha divido el mundo--Países (Marruecos o Indonesia) dentro "unidades mayores (el sureste de Asia o el Norte de África), y éstas, a su vez, en unidades aún mayores (Asia, Oriente Medio, el Tercer Mundo, etc.)- no parece funcionar demasiado bien en ningún nivel posible" (p. 217). La simetría que hace tiempo podría cuanto menos orientar (país o conjunto de países = nación = cultura) se ha desvanecido a favor de un conglomerado de diferencias. Ideas como "identidad", "estado", "tradición", etc., deben ser repensadas.

 

Geertz intentará esta tarea haciéndose dos preguntas:

 

"¿Qué es un país si no es una nación?" El antropólogo norteamericano quiere hacer ver que cuanto menos los dos términos no son homogéneos en su posible dicotomización--un patriotismo frente a un nacionalismo-, ni en la comparación de realidades concretas de países concretos. Para ello, pondrá tres ejemplos de países con distintos conflictos: Canadá, Sri Lanka y la antigua ex-Yugoslavia (aunque uno duda de si esa necesidad de atender a lo particular la cumple el mismo Geertz viendo el supuestamente análisis "local" que hace de la situación de los Balcanes).

 

"¿Qué es una cultura si no es un consenso?" La idea clave de su respuesta pasa, según Geertz, por entender que "la visión de la cultura, una cultura, esta cultura, como un consenso sobre lo fundamental--concepciones, sentimiento, valores compartidos- apenas parece viable a la vista de tanta dispersión y desmembramiento" (p. 254)

 

Tras todo, Geertz acabará con una reflexión sobre cómo se ha de entender--sorpresa mayúscula- el liberalismo social en el que se incluye a la estela de Walzer o I. Berlin.

 

Para los que creemos que Geertz aún tiene mucho que decir este libro es una buena muestra de ello. En cierto modo, el libro es una "vuelta a los orígenes" lleno de matizaciones que sorprenderán--o se malinterpretarán diciendo que Geertz se contradice- a los que no han estudiado detalladamente su obra (un Geertz retomando la "interioridad" de la religión desde la publicidad de la misma, repensando la subjetividad de la mente desde su talante cultural, imprimiendo un valor a la idea de "Ciencias de la naturaleza" y al workfield de la antropología clásica). Quizás por ello se echa de menos más que nunca una introducción, que bien podría haber hecho Sánchez Durá, uno de los dos magníficos traductores del presente libro--el cuál ya hizo una realmente buena en Los usos de la diversidad-. "El mundo en pedazos" es cosa aparte. El análisis de Geertz no es exactamente novedoso, ni, posiblemente, brillante. Da la apariencia que su estilo narrativo ha perdido frescura--repeticiones de una forma abrumadora y un tanto absurda-, y que no responde a lo que promete (pregúntense el lector al acabar el capítulo si realmente Geertz ha respondido a ¿qué es una cultura si no es un consenso? o ¿qué es un país si no es una nación?, o bien ha hecho otra cosa--que puede ser igual de interesante pero eludiendo la pregunta-). Por otro lado, su adscripción a ese liberalismo social--que Geertz señala que no tiene tiempo de desarrollar- es digno de una o varias tesis doctorales con gran capacidad positiva de inventio, es decir, de reunión semántica.


 

Gazeta de Antropología, Nº 18, 2002, RESEÑAS

online source: http://www.ugr.es/~pwlac/G18_40Recensiones.html#Clifford_Geertz

 


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