ESTAR AQUÍ

Clifford Geertz

¿De qué vida se trata al fin y al cabo?

Esta misma tarde voy con Abba Jérome a ver a Emawayish (una mujer etíope) y le doy plumas, tinta y un cuaderno para que pueda recoger por sí misma — o dictarle a su hijo — el texto [de sus canciones], dejando entender claramente que el jefe de la expedición tendrá el gusto de darle el regalo deseado. Las palabras de Emawayish esta tarde, cuando le dije, ha blando de su texto, que sería especialmente bueno para ella que transcribiera algunas canciones de amor como las de a última noche: ¿Hay poesía en Francia? Y a continuación: ¿Hay amor en Francia? 1

 

Por lejos de los vergeles de la Academia que el antropólogo vaya a buscar sus temas — escarpadas playas de Polinesia, un socarrado llano de la Amazonia; Akobo, Mékes o el arroyo de la Pantera — escriben sus relatos con los atriles, las bibliotecas, las pizarras y los seminarios que tienen a su alrededor. Este es el mundo que produce a los antropólogos, que les permite hacer el tipo de trabajo que llevan a cabo, y en cuyo seno el tipo de trabajo que realizan debe encontrar su lugar si merece llamar la atención. En sí mismo, el Estar Allí es una experiencia de postal turística («He estado en Katmandu. ¿Mas estado tú?»). El Estar Aquí, en cambio, como universitario entre universitarios, es lo que hace que, la antropología se lea ... se publique, se reseñe, se cite, se enseñe.

 

Nada particularmente nuevo hay en esto; los ricos excéntricos han desaparecido de la etnografía desde la década de los 20, y los connoisseurs, accionados y escritores de viaje nunca entraron del todo en ella (lo han hecho unos cuantos misioneros, pero casi siempre vestidos de profesores, generalmente alemanes). Que haya algún tipo de cátedra o similar detrás de cada antropólogo, llámese Collage de Franje o May Souls, University College o Morningside Heights, parece hoy en día algo perfectamente normal. Pocas profesiones habrá tan completamente academizadas, tal vez con excepción de la paleografía y el estudio de los liqúenes, pero no muchas más.

 

Con todo, y a pesar del hecho de que casi todos los etnógrafos son tipos universitarios, de un modo u otro, lo cual es algo tan perfectamente familiar como para obliterar la idea de que las cosas pudieran ser de otro modo, las incongruencias inscritas en tan dividida existencia — unos pocos años, de tanto en tanto, curioseando entre pastores y cultivadores de ñames, para pasar luego el resto de su vida dando clases y polemizando con los colegas — sólo recientemente han empezado a sentirse de manera aguda. La brecha entre lo que representa ocuparse de otros en el lugar donde están y representarlos allí donde no están, siempre inmensa pero nunca demasiado percibida, ha empezado hace poco a hacerse extremadamente visible. Lo que en otro tiempo parecía sólo una dificultad técnica, meter «sus» vidas en «nuestras» obras, ha pasado a ser un asunto moral, política e incluso epistemológicamente delicado. La suffisance de Lévi-Strauss, la seguridad de Evans-Pritchard, la compulsividad de Malinowski y la imperturbabilidad de Benedict parecen hoy cosas lejanas. Lo que más se nota hoy día es un extendido nerviosismo acerca de todo lo que significa pretender explicar a gentes enigmáticas de otras latitudes, sobre la base de haber ido a vivir en su habitat nativo o «peinado» los escritos de aquellos que los tienen. Este nerviosismo provoca a su vez respuestas varias, de diverso grado de excitación: ataques deconstructivos a las obras clásicas y a la idea misma de canonicidad; Ideologiekritik orientada a desenmascarar los escritos antropológicos como la continuación del imperialismo por otros medios; clarinazos llamando a la reflexividad, al diálogo, a la heteroglosia, al juego lingüístico, a la autoconciencia retórica, a la traducción performativa, a la transcripción palabra por palabra y al relato en primera persona como forma de cura.2 La pregunta de Emawayish está hoy por todas pactes: ¿qué ocurre con la realidad cuando se la factura a otras latitudes?

 

Tanto el mundo que los antropólogos en su mayor parte estudian, que un día fue llamado primitivo, tribal, tradicional o folk, y que ahora recibe el nombre de emergente, en vías de desarrollo periférico o sumergido, como aquel a partir del cual en su mayor parte lo estudian, la academia, han cambiado no poco desde los tiempos de Dimdim y Dick el «Sucio», por un lado, y la Columbia Research in Contemporary Cultures, por otro. El fin del colonialismo alteró radicalmente la naturaleza de las relaciones sociales entre los que preguntan y miran y aquellos que son preguntados y mirados. El declinar de la fe en el hecho bruto, los procedimientos holistas y el conocimiento descontextualizado en las ciencias humanas y en los estudios académicos en general, alteró no menos radicalmente las ideas de preguntadores y observadores sobre lo que pretendían hacer. El imperialismo en su forma clásica, metrópolis y colonias, y el cientifismo en la suya, impulsos y bolas de billar, cayeron casi al mismo tiempo. Las cosas desde entonces resultan menos simples, tanto desde el punto de vista del Estar Allí como desde el Estar Aquí de la ecuación antropológica, una ecuación en la que las baratijas del primer mundo y las canciones del tercero suenan más a burla que a equilibrio.

 

La transformación, en parte jurídica, en parte ideológica y en parte real, de las gentes de las que principalmente suelen ocuparse los antropólogos, desde su antiguo estatus de subditos coloniales al actual de ciudadanos»soberanos, ha alterado (cualesquiera que puedan ser las Ironías que implican casos como los de Libia, Uganda o Kampuchea) por completo el contexto moral en el que el acto etnográfico tiene lugar. Incluso aquellos entornos exóticos ejemplares la Amazonia de Lévi-Strauss o el Japón de Benedict — que no eran colonias sino hinterlands dejados de la mano de Dios o imperios cerrados sobre sí mismos «en mitad del mar», aparecen bajo una luz muy distinta desde que Lumumba, Suez y Vietnam cambiaron la gramática política del mundo. La reciente dispersión de todo el globo de nacionalidades incrustadas en el seno de otras — argelinos en Francia, coreanos en Kuwait, pakistaníes en Londres, cubanos en Miami — no ha hecho más que ampliar el proceso reduciendo el espaciamiento de las variaciones mentales, como, por supuesto, ha ayudado a ello también el turismo de masas. Uno de los principales en que hasta el día de ayer descansaba la escritura antropológica, el de que sus sujetos y su público no sólo eran separables sino que estaban moralmente desconectados, que los primeros tenían que describirse pero no ser interpelados, y los segundos informados pero no implicados, ha quedado en gran medida disuelto. El mundo está aún dividido en compartimentos, pero los pasillos entre ellos son mucho más numerosos y están mucho menos resguardados que antes.

 

Esta interconfusión entre objeto y público, equivalente a que Gibbon se hubiera visto de pronto leído por un público romano, o que H. Homáis llorara a publicar un ensayo sobre «La descripción de la vida provinciana en Madame Bovary» en La Revue des deux Mondes, deja a los antropólogos contemporáneos en una cierta incertidumbre en lo que a su meta retórica se refiere. ¿A quién hay que persuadir hoy? ¿A los africanistas o a los africanos? ¿A los americanistas o a los indios americanos? ¿A los japoneses o a los japonólogos? Y en cuanto al qué: ¿precisión ('actual? ¿Barrido teórico? ¿Captación imaginativa? ¿Muerte moral? Resulta fácil responder: «Todo a la vez». No es fácil producir un texto con tan amplia respuesta.

 

En verdad, el derecho mismo a escribir — a escribir etnografía — parece estar hoy en peligro. La entrada de los pueblos en otro tiempo colonizados o marginados (portando sus propias mascarás, recitando sus propios textos) en la escena global de la economía, de la alta política internacional y de la cultura mundial ha hecho que la pretensión del antropólogo de convertirse en tribuna de los marginados, representante de los invisibles, valedor de los tergiversados, resulte cada vez más difícil de sostener. El feliz «¡Eureka!» de Malinowski cuando por primera vez se vio entre los trobriandeses — «sensación de propiedad: Soy yo quien los describiré ... [quien los creará» — suena, en el mundo de la OPEP, la ASEAN, del derrumbamiento de todo, de los nativos de Tonga que juegan con los Washington Redskins (un mundo en el que empieza también a haber antropólogos yoruba, tewa y cingaleses), no solamente presuntuoso, SINO sencillamente cómico. «[Lo que] ha pasado a resultar irreductiblemente curioso — dice el metaetnógrafo James Clifford (aunque sin duda pretendía decir "problemático") — es, no ya el otro, sino la descripción cultural como tal.»3

 

Se ha hecho curioso (o problemático, explotador, opresivo o brutal: hay toda una escalada de adjetivos) porque la mayor parte de los antropólogos que hoy día escriben se ven situados en una profesión que en gran medida se formo en un contexto histórico concreto, el del encuentro colonial del que no tienen experiencia y con el que no queres saber nada. El deseo de distanciarse de las asimetrías del poder sobre las que tal encuentro descansaba, tanto la antropología como cualquier otra cosa (que por cambiadas que parezcan en la forma, mal puede decirse que hayan desaparecido), es generalmente bastante fuerte, irresistible a veces, y provoca una actitud hacia la idea misma de la etnografia como minimo ambivalente: Las ritualmente repetidas confrontaciones con el oro que solemos llamar al trabajo de campo pueden no se más que ejemplos de la lucha generalizada entre el Este y el Oeste. Un mito persistible compartido tanto por los imperialistas como por muchos críticos (occidentales) del imperialismo ha sido el de única y decisiva conquista, ocupación o asentamiento del poder colonial, mito que tiene su complemento en nociones similares acerca de la descolonización y acceso repentino a la independencia. Ambas han actuado al unisono para quitar importancia teórica a la abrumadora cantidad de pruebas a favor de los repetidos actos de opresión, las campanas de pacificación y la supresión de las rebeliones, tanto por medios militares, como por medio del adoctrinamiento religioso, mediante medidas administrativas, o, como es mas habitual hoy DIA, mediante intrincadas manipulaciones monetarias económicas encubiertas como ayuda extranjera. No podemos excluir la posibilidad, por decirlo en términos discretos, de que la repetida efectuación de trabajos de campo, por parte de millares de aspirantes y profesionales de la antropología, haya formado parte de un continuado esfuerzo por un determinado tipo de relación entre el Oeste y sus otros.4

 

No todas las acusaciones son tan crudas y perentorias como esta. Pero el estado de animo que proyectan (Hay hoy en día buenas razones para temer por el futuro de la antropología. El fin del imperialismo significa el fin de lo que ha sido la antropología. Como otro observador dotado de alarma y de programa ha dicho)5 resulta tan familiar como un leitmotiv. En antropología, como en el sur de Faulkner, el pasado no solo no esta muerto, sino que ni siquiera es pasado; los investigadores de campo que vuelven a su país y pretenden escribir su renuncia al trabajo de ordenar las relaciones entre el Oeste y sus Otros, son tan comunes hoy día como lo fueron en otro tiempo los que intentaban escribir su iniciación en el. A que tipo de trabajo van a dedicarse en adelante ya resuelta menos claro aunque hay algunos atisbos que apuntan desde orientar la antropología hacia el estudio de las propias mistificaciones de la sociedad occidental, hasta diseminarla hacia el exterior a lo largo y a lo ancho del batiburillo intencional de la cultura posmoderna. Todo esto resulta tanto mas funesto, y provoca llamadas de alarma y crisis, cuanto que al mismo tiempo que los fundamentos morales de la etnográfica se han visto conmovidos por la descolonización en que el Estar Allí respecta, sus fundamentos epistemológicos se han visto conmovidos por una general pérdida de fe en las historias aceptadas sobre la naturaleza de la representación, etnográfica o no, en lo que hace al Estar Aquí. Confrontados en la Academia por la repentina explosión de prefijos polémicos (neo-, post-, meta-, anti) y subversivos títulos (Tras la virtud, Contra el método, Mas allá de la creencia), los antropólogos se han visto obligados a añadir a su preocupación reciente sobre si es honrado lo que están haciendo (¿Quiénes somos nosotros para describirlos a ellos?), la de sí es posible hacerlo (¿Puede cantarse en Francia una canción de amor etiope?), con la que están aun menos preparados para pechar. Saber como se sabe no es una cuestión que estén acostumbrados a plantearse mas allá de sus términos prácticos, empíricos: ¿Qué pruebas se tienen?, ¿Cómo se recogieron?, ¿Qué muestran? Saber como se vinculan las palabras con el mundo, los textos con la experiencia, las obras con las vidas, nos es cosa que estén acostumbrados a plantearse en absoluto.

 

Empiezan ahora, al menos aquellos no contentos con limitarse a repetir las fórmulas habituales, á hacerse a la idea de la necesidad de tal cuestión; y algunos, con ciertas vacilaciones, empiezan a intentar responderla, aunque sólo sea porque, de no hacerlo, otros — lingüistas, semiólogos, filósofos y, lo peor de todo, críticos literarios — lo harán por ellos:

 

El porqué de «evocar» mejor que «representar» [como ideal del discurso etnográfico] es que libera a la etnografía, de la mimesis y del inadecuado modo de retórica científica que implica «objetos», «hechos», «descripciones», «inducciones» «generalizaciones», «verificación», «experimento»; «verdad» y conceptos similares que no tienen paralelo ni en la experiencia etnográfica ni en la escritura de monografías de campo. La compulsión a conformarse con los cánones de la retórica científico natural ha convertido el realismo fácil de la historia natural en el modo dominante de la prosa etnográfica, pero se trata de un realismo ilusorio, que promueve, por un lado, el absurdo de «describir» entidades ideales, como «cultura» y «sociedad», cual si fueran tan plenamente observables como, digamos, las chinches, y por otra, la igualmente ridícula pretensión behaviorista de «describir» pautas repetidas de acción aisladas del discurso que los actores emplean al constituir y situar su acción, todo ello con la ingenua certeza de que el discurso fundante del observador es en sí mismo una forma suficiente para la tarea de describir actos. El problema del realismo científico natural no está, como con frecuencia se dice, en la complejidad del llamado objeto de observación, ni en la imposibilidad de aplicar métodos suficientemente rigurosos y repetibles, ni siquiera en la aparente inadecuación del lenguaje descriptivo. Está más bien en la impotencia de toda la ideología que rodea al discurso referencial, con su retórica del «describir», «comparar», «generalizar» y su presupuesto de la significación representacional. En etnografía no hay «cosas» que puedan convertirse en objetos de descripción, apariencias originales que el lenguaje descriptivo «representa» como objetos indicíales para comparar, clasificar y generalizar; hay más bien un discurso, y nada equivalente a cosas, a pesar de las despistadas protestas de métodos traslaticios de la etnografía, como el estructuralismo, la etnociencia y el diálogo, que intentan re-presentar o el discurso nativo o sus pautas inconscientes, cometiendo así el crimen de la historia natural respecto del intelecto.6

 

Demasiado grandilocuente, quizá, para una disciplina tan vasta y perentoria como la antropología, y no del todo coherente. Pero por elevada de tono que esté, y por febril que parezca (Tyler llega a declarar a la etnografía «documento oculto ... conjunción enigmática, paradójica y esotérica de realidad y fantasía realidad fantástica de una fantasía de la realidad»), su tesis refleja el reconocimiento, cada vez más amplio, de que «contar las cosas tal como son» resulta un eslogan no mucho más adecuado para la etnografía que para la filosofía después de Wittgenstein (o Gadamer), para la historia después de Colingwood (o Ricoeur), para la literatura después de Auerbach (o Barthes), para la pintura después de Gombrich o (Goodman), para la política después de Foucault (o Skinner), o para la física después de Kuhn (o Hesse). Que la «evocación» pueda resolver el problema, o la paradoja ubicarlo, tal es evidentemente la cuestión.

 

Esta pequeña lluvia de nombres traídos al azar, que podría fácilmente convertirse en chaparrón tropical con sólo recorrer la escena de la caza de almas metodológica que tiene lugar tanto en las artes como en las ciencias, sugiere («evoca», tal vez) las dimensiones del problema que los etnógrafos, prácticamente todos los cuales sienten un cierto apego por los «hechos, las descripciones, las inducciones y la verdad», tienen que encarar. El general cuestionamiento de los modos habituales de construcción textual — y los modos habituales de lectura — no sólo hace al realismo ingenuo menos ingenuo; lo vuelve también menos persuasivo. Crimen del intelecto o no, la «historia natural» ha dejado ya de parecer tan natural, tanto para aquellos que la leen como para los que la escriben. Junto con la hipocondría moral que produce el practicar una profesión heredada de los contemporáneos de Kipling y Lyautey, aparece la duda que provoca practicarla en medio de un cerco académico de paradigmas, epistemes, juegos de lenguaje, ‚Vorurteile‘, epojés, actos locutorios, Sés problématiques, intencionalidades, aporías y centure — «Cómo hacer cosas con palabras»; «¿Debemos querer decir lo que decimos?»; «il n'y a pos de hors-tépéte»; «La cárcel del lenguaje» — La inadecuación de las palabras a la experiencia, y su tendencia a remitir sólo a otras palabras, es algo que poetas y matemáticos conocen hace tiempo; pero es algo más bien nuevo en lo que hace a los etnógrafos, lo que les ha conducido, al menos a algunos de ellos, a un cierto estado de confusión, tal vez permanente, aunque lo más probable es que no. Este estado de confusión no tiene por qué ser permanente, dado que las ansiedades que provoca pueden demostrarse controlables mediante un más claro reconocimiento de su propio origen. El problema básico no es ni la incertidumbre que implica el contar historias sobre cómo viven otras gentes ni la incertidumbre epistemológica acerca de cómo clasificar tales historias en el marco de los géneros académicos, incertidumbres, por lo demás, bastante reales, que siempre han estado ahí, y que son inherentes al dominio mismo. El problema es que actualmente tales cuestiones están siendo abiertamente discutidas, en vez de verse cubiertas por un velo de mística profesional, y el peso de la autoría parece de pronto mucho menos llevadero. Tan pronto como los textos etnográficos empiezan a considerarse en sí mismos y no como meras mediaciones, una vez empieza a vérselos como construcciones, y construcciones hechas para persuadir, los que los escriben aparecen como más responsables de ellos. Tal situación puede inicialmente producir alarma, y un sonoro «volvamos a los hechos» por parte de la institución, a la vez que una acusación de voluntad de poder por parte de sus adversarios. Pero, con tenacidad y coraje, puede uno llegar a acostumbrarse.

 

Si el período que se abre ante nosotros ahora mismo conduce a una renovación de las energías discursivas de la antropología o a su disipación, a una recuperación de su nervio autorial o a su total pérdida, es algo que depende de que el terreno (o, por mejor decir, sus futuros operarios) pueda acomodarse a una situación en la que, tanto sus metas como su relevancia, motivos y procedimientos, aparecen por igual cuestionados. Los «fundadores de discursividad» antes revistados (y toda otra serie de ellos no menos influyentes, aunque no citados), que son quienes han llevado el trabajo de campo a su situación actual, tuvieron a su vez que superar enormes problemas de persuasión y formulación; la superación de la incredulidad nunca ha sido fácil de conseguir. Pero al menos se evitaron en gran medida los ataques sobre la justificación de su empresa, o sobre la mera posibilidad de llevarla a cabo. Lo que hicieron pudo haber parecido extraño, pero despertó admiración; puede haber resultado difícil, pero hasta cierto punto pudo llevarse a efecto. Escribir etnografía hoy, en cambio, es escribir con la clara conciencia de que tales presupuestos ya no sirven, ni para el autor ni para su público. Ni la presunción de inocencia ni el beneficio de la duda se consiguen hoy de manera automática; en verdad, salvo en lo que hace a la correlación de coeficientes y tests de significación, no se consigue en absoluto.

 

Una situación en la que escritores sólo a medias convencidos tratan de medio convencer de sus semiconvicciones a su público, no parece ciertamente la más favorable para la producción de obras de fuste, obras que puedan conseguir lo que, cualesquiera que pudieran ser sus fallos, consiguieron las de Lévi-Strauss, Evans- Pritchard, Malinowaki y Benedict: ampliar el sentido de la vida. Y eso es lo que sucederá si las cosas siguen así; y en cambio, si el escarbar a ciegas («No pienses sobre la etnografía, haz etnografía») o el escapismo («No hagas etnografía, sólo piensa acerca de ella») pueden evitarse, aún hay posibilidades. Todo lo que se necesita es un arte similar. Decir que es arte — y no sólo una forma inferior de actuación, semejante a una especialización mecánica, o bien algo superior, del orden del esclarecimiento filosófico — lo que inmediatamente aparece implicado en el mantenimiento del género, es también decir que no hay forma de evadirse del peso de la autoría, por grande que este peso se haya hecho; no hay forma de desplazar esta responsabilidad hacia el «método», el «lenguaje» o (una especialmente popular maniobra del momento) hacia «las gentes mismas» redescritas ahora («reapropiadas», sería el término más adecuado) como coautores. Si una forma hay de contrarrestar la concepción de la etnografía como un acto inicuo o un juego imposible de jugar, consistiría en suscribir el hecho de que, al igual que la mecánica cuántica y la ópera italiana, se trata de una obra de la imaginación, menos extravagante que la primera y menos metódica que la segunda. La responsabilidad de la etnografía, o su validación, no debe situarse en otro terreno que el de los contadores de historias que la soñaron.

 

Argüir (entiéndase bien, ya que al igual que la perspectiva aérea y el teorema de Pitágoras, la cosa una vez vista no puede dejar de ser vista) que la escritura etnográfica implica contar historias, hacer fotos, construir simbolismos y desplegar tropos, es algo que encuentra resistencias, a menudo feroces, debido a la confusión, endémica en Occidente desde Platón, entre lo imaginado y lo imaginario, lo nacional y lo falso, entre producir cosas y falsificarlas. La curiosa idea de que la realidad tiene un dialecto en el que prefiere ser descrita, de que por su propia naturaleza exige que hablemos de ella sin vaguedades — lo que es, es; una rosa es una rosa —, ilusión, engaño o autoembobamiento, conduce a la aún más curiosa idea de que, perdido el literalismo, el hecho también desaparece.

 

Esto no puede ser cierto, a menos que se supusiera qué todos los textos analizados en este libro, mayores y menores por igual (así como prácticamente todas las monografías que van apareciendo), carecen por completo de cualquier referencia a lo real. La escritura simple del tipo «esto es un halcón que es un serrucho» es en realidad bastante rara más allá del nivel del informe sobre el terreno o la encuesta tropical, y no es ciertamente sobre este tipo de trabajos de maniobras sobre lo que la etnografía funda su pretensión de reconocimiento general, sino sobre las relumbrantes torres construidas por los émulos de Lévi-Strauss, Malinowski, Evans-Pritchard y Benedict. La pretensión de observar el mundo directamente, como a través de una pantalla orientada en un único sentido, viendo a los otros tal como son cuando sólo Dios los ve, está en realidad bastante extendida. Pero se trata más bien de una estrategia retórica, un modo de persuasión; un modo que quizá sea difícil abandonar del todo y a la vez conseguir que sea legible, o que aún se siga manteniendo a pesar de su difícil legibilidad. No resulta claro qué tipo de «partido» habrá de adoptar una escritura imaginativa sobre gentes reales en sitios reales y tiempos reales, más allá de lo que pueda '' ser un inteligente etiquetado; pero sin duda alguna la antropología tendrá que dar pronto con él si quiere continuar siendo considerada como una fuerza intelectual en la cultura contemporánea, si su condición mulesca (pregonado tío materno científico, vergonzante padre literario) no termina por conducirla a la esterilidad de las muías.

 

La naturaleza «intermediaria» de casi la mayor parte de , los escritos etnográficos, a medio camino entre textos saturados de autoría, como David Copperfield, y textos vaciados de ella, como «Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento» (por volver sobré la presunción con que esta investigación comenzó), sigue siendo tan crucial, ahora que los antropólogos se hallan cogidos entre la vasta reorganización de las relaciones políticas mundiales y el no menos amplio replanteamiento de lo que debe considerarse que es la «descripción», como lo fue cuando la primera apenas había empezado y el segundo no había empezado en absoluto. Su tarea sigue siendo demostrar, o más exactamente demostrar de nuevo, en diferentes momentos y con diferentes medios, que la descripción del modo en que otros viven, que no se presenta ni como cuentos sobre cosas que nunca ocurrieron, ni como informes sobre fenómenos medibles producidos por fuerzas calculables, aún puede inducir a la coh'vlteción. Los modos mitopoyéticos de discurso (La Divina Comedia, Caperucita Roja), al igual que los modos objetivistas (El origen de las especies, El calendario zaragozano) tienen una adecuación específica a sus propios fines. Pero, dejando de lado algunas rarezas, la etnografía, ahora como siempre, ni trata sus materiales como ocasiones para revelaciones engañosas, ni los representa como emergiendo de manera natural de un mundo absolutizado.

 

Hay ciertos peligros en contemplar la vocación antropológica como fundamentalmente literaria en determinados aspectos. Puede llegar a concebirse la empresa como volcada, al igual que ciertas variedades de la filosofía lingüística, sobre el significado de las palabras, siendo sus temas centrales todos de tipo conceptual, interminablemente diseccionados e irresueltos: «¿Qué es (o dónde está) la cultura?»; «¿Puede decirse que la sociedad es la causa de la conducta?»; «¿Existe el parentesco?»; «¿Piensan las instituciones?» Puede llegar a concebírsela como algo relacionado con la mera seducción verbal: un artificio retórico destinado a mover mercancías intelectuales en un mercado competitivo. O, tal vez, de manera muy popular, ahora que el mundo parece poblado de hipocresías de clase, falsas conciencias y agendas secretas, puede llegar a considerarse como una ideología (jerárquica) disfrazada de ciencia (desapasionada), una máscara que hay que destruir, una impostura que hay que desvelar. Y ahí está también, como siempre que se atiende al estilo y se subraya el género, el riesgo del esteticismo, la posibilidad de que tanto los etnógrafos como su público puedan llegar a creer que el valor que tiene escribir sobre el tatuaje o la brujería se agota en sí mismo, en el placer del texto, sin mayor trascendencia. La antropología como buena para leer.

 

Pero son riesgos que hay que correr, y no sólo porque determinados problemas centrales vienen a discurrir sobre el tipo de juegos lingüísticos que decidimos usar, o porque ni el ensalzamiento del producto ni la tendenciosidad del argumento resultan del todo desconocidos en la creciente y desesperada rebatiña dominante, o bien porque la escritura deleitable tiene algo que decir en su favor, al menos tanto como pueda decirse contra la escritura para la intimidación. Los riesgos merecen la pena, porque correrlos conduce a una concienzuda revisión de nuestra comprensión de lo que significa abrir (un poco) la conciencia de un grupo á (parte de) la forma de vida de otro, y por esta vía a (parte de) la suya propia. Ello significa (una tarea en la que ya es mucho no fracasar del todo) inscribir un presente, trasmitir con palabras «cómo es» estar en algún lugar concreto de la cadena vital del mundo: Aquí, como dijo Pascal, en vez de Allí', Ahora, en vez de Entonces.7 Aparte de oirás muchas cosas — búsqueda experiencia! mulinowskiana, rabioso deseo de orden a lo Lévi Strauss, ironía «benedictina» o reafirmación cultural a lo Evans-Prilchard — la etnografía es siempre y sobre todo traslación de lo actual, vitalidad traducida en palabras.

 

Esta capacidad de persuadir a los lectores (en su mayor parte académicos, prácticamente todos integrados al menos en parte en esa forma de existencia evasivamente llamada «moderna») de que lo que están leyendo es una relación auténtica escrita por alguien personalmente familiarizado con la forma en que la vida actúa en determinado lugar, en determinado tiempo, en el interior de determinado grupo, constituye la base sobré la que todo lo demás que la etnografía pretende hacer —analizar, explicar, divertir, desconcertar, celebrar, edificar, excusar, asombrar, subvertir— descansa en último término.8 La conexión textual entre «Estar Allí» y «Estar Aquí» de la antropología, la construcción imaginativa de un terreno común entre el «Escribir En» y el «Escribir Acerca De» (que remiten hoy día, como ya se ha dicho, con bastante frecuencia a la misma gente representada según diferentes marcos mentales) es la fons et origo de cualquier poder que la antropología pueda tener de convencer a alguien de algo, y no la teoría, el método, ni siquiera el aura de la cátedra profesoral, por consecuentes que puedan ser.

 

La construcción de este terreno común, ahora que los presupuestos ingenuos sobre la convergencia de intereses entre gentes (sexos, razas, clases, cultos de desigual poder han sido históricamente desechados y la posibilidad misma de descripciones no Acondicionadas ha sido puesta en cuestión, no parece una empresa tan sincera como cuando la jerarquía estaba en su sitio y el lenguaje carecía de peso. Las asimetrías morales que confluyen en la etnografía y la complejidad discursiva con que trabaja convierten a todo intento de retratarla en poco más que la representación de un tipo de vida con las categorías de otra imposible de defender. Esto puede bastar. Yo, personalmente, pienso que basta. Pero indudablemente evoca el fin de ciertas pretensiones.

 

Hay toda una serie de pretensiones de este tipo, pero todas tienden a desembocar, de una manera u otra/en un intento de evitar el hecho inevitable de que toda descripción etnográfica es interesadamente casera, es siempre descripción del descriptor, y no del descrito.

 

Hay una ventriloquia etnográfica: no la pretensión de limitarse a hablar sobre otra forma de vida, sino de hablar desde dentro de ella; de pintar cómo ocurren las cosas desde «el punto de vista de una (poetisa) etíope» como si fuera la descripción misma de cómo ocurren las cosas desde la perspectiva hecha por la (poetisa) etíope misma. Hay un positivismo textual: la idea de que, con sólo que Eina wayish se ponga a dictar o a escribir sus propios poemas tan cuidadosamente como le sea posible, y estos se traduzcan tan fielmente como se pueda, el papel del etnógrafo se disuelve en el de un honesto transmisor de cosas sustanciales que limita el coste de las transacciones al mínimo. Está también la autoría difusa: la esperanza de que el discurso etnográfico pueda hacerse más o menos «hcteroglósico», de manera más o menos directa, igual e independiente; una presencia del «Allí» en el texto de «Aquí». Hay también confesionalismo: cuando se toma la experiencia del etnógrafo, antes que su objeto, como materia prima de la atención analítica, retratando entonces a Emawayish en términos del efecto que ha causado en quienes han trabado contacto con ella; una sombra de «Allí» en la realidad del «Aquí». Y está también, es quizá lo más extendido, la simple suposición de que, aunque Emawayish y sus poemas sean, por supuesto, inevitablemente vistos a través de las gafas oscuras del etnógrafo, el oscurecimiento puede reducirse al mínimo mediante el autorial de todo posible «sesgo subjetivo», de modo que ella y sus poemas puedan contemplarse frente a frente.

 

Todo esto no quiere decir que las descripciones de cómo se aparecen las cosas a la propia subjetividad, los esfuerzos por conseguir textos exactos y traducciones verídicas, la preocupación por permitir que la gente sobre la que se escribe tengan una existencia imaginativa en el texto, conforme pon su existencia real en su propia sociedad, la reflexión explícita sobre lo que el trabajo de campo influye o deja de incidir en el investigador mismo, y el examen riguroso de los presupuestos subjetivos, no merezcan en modo alguno llevarse a efecto por parte de quien aspire a contar a quienes llevan un modo de vida francés lo que significa llevar un modo de vida etíope. Captar correctamente los puntos de vista Emawayish, hacer accesibles sus poemas, hacer perceptible su realidad y clarificar el marco cultural en que se desarrolla su existencia, significa meterlos en la página escrita de tal modo que cualquiera pueda obtener una comprensión de lo que eso significa. Esto no sólo es un asunto difícil, sino que tiene amplias consecuencias tanto para el «nativo», como para el «autor» y el «lector» (y, en verdad, para las eternas víctimas de las acciones de otros, los «inocentes circunstantes») por igual.

 

Como cualquier otra institución cultural, la antropología — que es más bien una institución menor si se la compara con el derecho, la física, la música o la contabilidad — pertenece a un tiempo y a un lugar, perpetuamente perecederos, pero no por cierto tan perpetuamente renovados. Las energías que le dieron vida, primero en el XIX (cuando tendía a ser una especie de disciplina invasora que estudiaba al hombre desde sus comienzos simiescos), y posteriormente en los primeros años de este siglo (cuando la atención se centró en los pueblos concretos como totalidades cristalizadas, aisladas y completas), estaban ciertamente conectadas, si bien de un modo más complejo del que suele representarse habitualmente, tanto con la expansión colonial de Occidente, como con el auge de la fe salvífica en los poderes de la ciencia.9 Desde la segunda guerra mundial, la disolución del colonialismo y la aparición de una visión más realista de la ciencia han venido más bien a disipar esas energías. Ni el papel del mediador intercultural, incesantemente disparado entre los centros de poder mundiales euroamericanos y los diversos territorios exóticos, con ánimo de intermediar entre los prejuicios de unos y los parroquialismos de los otros, ni el-del teórico transcultural, que intenta subsumir todo tipo de creencias raras y estructuras sociales inhabituales bajo leyes generales, están ya tan al alcance del antropólogo como en su día lo estuvieron. Lo que suscita la pregunta: ¿qué está pues a su alcance? ¿Qué puede considerarse necesario, ahora que los procónsules han desaparecido y la sociomecánica resulta poco plausible?

 

No hay, por supuesto, una respuesta fácil para esta cuestión, ni pueden darse tampoco respuestas de antemano, antes de que los propios autores antropológicos las autoricen. El criticismo prescriptivo ex ante — hay que hacer esto, no hay que hacer lo otro — es tan absurdo en antropología, como lo es en cualquier otra empresa intelectual no basada en una dogmática. Al igual que los poemas y las hipótesis, las obras etnográficas sólo pueden juzgarse ex post, una vez que alguien las haya traído al ser. Pero, por todo ello, parece verosímil que, sea cual sea el uso que se dé a los textos etnográficos en el futuro, si de hecho llega a dárseles alguno, implicará indudablemente la facilitación de comunicaciones entre los lineamientos societarios — étnicos, raciales, religiosos, sexuales, lingüísticos, raciales — que han venido haciéndose cada vez más matizados, inmediatos e irregulares. El objetivo inmediato que se impone (al menos eso me parece a mí) no es ni la construcción de una especie de cultura-esperanto, la cultura de los aeropuertos y los moteles, ni la invención de una vasta tecnología de la administración de lo humano. Es más bien la ampliación de posibilidades del discurso inteligible entre gentes tan distintas entre sí en lo que hace a intereses, perspectivas, riqueza y poder, pero integradas en un mundo donde, sumidos en una interminable red de conexiones, resulta cada vez más difícil no acabar tropezándose.

 

Este mundo en que vivimos, configurado por un espectro graduado de mezcladas diferencias, es el mundo en el que los posibles fundadores de discursividad deben operar, ahora, y deberán hacerlo probablemente por algún tiempo más. Lévi-Strauss, Evans-Pritchard, Malinowski y Benedict operaron en un mundo hecho de una yuxtaposición discontinua de diferencias separadas (los bororo, los zande, los zuñi, los trobiandeses), y a su vez los grandes polihistoriadores a los que desplazaron (Tylor, Morgan, Frazer, etc.) operaban en un mundo dicotomizado entre un creciente número de civilizados y un cada vez más improbable número de salvajes. Los «Allí» y los «Aquí» están hoy mucho menos aislados, mucho menos bien definidos, mucho menos espectacularmente contrastados (aunque lo están profundamente a la vez), y han cambiado nuevamente de naturaleza. Si la empresa — de crear obras que relacionen unos y otros de manera más o menos inteligible — mantiene aún una continuidad reconocible, el modo de realizarla, con lo que realizarla quiera decir, debe claramente ser distinto. Los etnógrafos tienen que vérselas hoy en día con realidades que ni el enciclopedismo ni el monografismo, ni los informes mundiales, ni los estudios tribales, pueden afrontar de manera práctica: Habiendo surgido algo nuevo, tanto «sobre el terreno» como en la «academia», es algo nuevo también lo que debe aparecer en la página escrita.

 

Ciertos signos de que este hecho empieza a ser vagamente apreciado, si no plenamente comprendido, pueden hallarse en los más diversos lugares de la reciente antropología, y se están llevando a cabo esfuerzos, algunos de ellos impresionantes, aunque los más no tanto, para ponerse a la altura de las circunstancias. El presente estado de las cosas en este terreno es a la vez caótico e imaginativo, azaroso y variopinto.10 Pero ya ha sido así en otras ocasiones y pudo hallarse un camino. Lo que nunca ha sido la etnografía, y, apoyada en la autoconfíanza moral e intelectual de la Civilización Occidental, no tenía por qué serlo, es consciente de sus fuentes de poder. Para poder prosperar hoy día, con tal confianza bastante trastocada, debe tomar conciencia de ellas. El análisis de cómo consigue sus efectos y cuáles son éstos, de la antropología escrita, no puede seguir siendo una cuestión marginal, minimizada por los problemas de método y las discusiones teóricas. Esto, y la pregunta de Emawayish, está muy cerca de constituir el núcleo del asunto.

 


Notas

 

1

M. LEIRIS: Phantom Africa, J. Clifford, trad., Sulfur, 15 (1986): Los primeros corchetes son míos, los segundos del traductor y las cursivas están en el original. Clifford tradujo solo una parte de L' Afrique Fantome, de Leiris, Paris, 1934.

2

Como interesante muestra de lo muy bueno y lo muy malo, lo bien profundizado y lo pretencioso, lo verdaderamente original y el aturdimiento puro, puede verse J. CLIFFORD Y G. MARCUS (eds.), Writing Culture: The Poetics and Politics of Ethnology, Berkeley California, 1986 (de próxima aparición en Jucar con el titulo Retóricas de la etnología). Para una revisión menos fatigosa del asunto, vease G. MARCUS y M. FISCHER, Anthropology as Cultural critique: An Experimental Moment in the Human Sciences, Chicago, 1986. Como riachuelos recientes de la misma corriente pueden citarse también J. FABIAN, Time and the Other: How Anthropology Makes Its Object, Nueva York, 1983; J. CLIFFORD, On Ethnograohic Authority, Representations, 2 (1983): 118-146; J. RUBY (ed.), A Crack in the Mirror: Reflexive Perspectatives in Anthropology, Philadelphia, 1982; T. ASAD (ed.), Anthropology and the Colonial Encounter, Nueva York, 1973; y D. HYMES (ed.) Reinventing Anthropology, Nueva York, 1974; Originalmente publicado en 1969.

3

B. MALINOWSKI, A Diary in the Strict Sense of the Term, Nueva York, 1967, pág. 150 [J. CLIFFORD, DATA DATA, Sulfur, 16 (1987): 163-164].

4

J. FABIAN, Time and the Other, pag. 149; los paréntesis y las cursivas son del original.

5

W. S. WILLIS, Jr. Skeletons in the Closet, en HYMES (ed.), Reinventing Anthropology, pág. 146; he suprimido un punto y aparte.

6

S. TYLER, Post-Modern Etnography: From Document of the Occult Document, en CLIFFORD Y MARCUS, Writing Culture, págs. 130-131; la cita entre paréntesis del párrafo siguiente esta tomada de la Pág. 134.

7

No solo, por supuesto, en forma de palabras: los films y los museos también juegan en esto un papel, aunque sea de tipo ancillary. Tampoco necesita el presente inscrito ser contemporáneo, instantáneo o exótico; hay una etnográfica de cómo eran las cosas entre pueblos ya desaparecidos, de las vicisitudes de determinadas sociedades a lo largo de un prolongado espacio de tiempo y de grupos a los que el propio etnógrafo pertenece, todos los cuales plantean problemas específicos (incluyendo concepcionesalternativas de lo que quiere decir Estar Allí), pero no muy desemejantes. Para un análisis de la idea del como es, ser alguien distinto, e igualmente uno mismo, como motivo etnográfico, vease C. Geertz. The Uses of Diversity, en S. MCMURRIN (ed.), The Tanner Lectures on Human Values, vol 7, Cambridge, 1986, págs. 253-274. El tropo como es ser un … esta por supuesto tomado y ( parodiado) del articulo seminal de Thomas NAGEL, What It Is Like to be a Bat?, Philosophical Review 83 (1979): 435-451 (trad. Cast. Como es ser un murciélago en D. R. HOFSTADTER y D. C. DENNET (eds.), El ojo y la mente, Buenos Aires, Sudamericana, 1983).

8

Nuevamente hay que advertir de manera explicita que la etnográfica puede ser de Segundo orden (como ocurre en su mayor parte con Lévi-Strauss y Benedict), y el efecto Estar Alli, ser por tanto derivative. Gran parte de la historia etnografiada que tan popular se ha hecho últimamente E. LE ROI LADURIE, Montaillou, Londres, 1978, originalmente publicado en 1975 (trad. Cast: Montaillou, aldea occitana de 1294 a 1324, Madrid, Taurus, 1981) y Carnaval in Romans, Nueva York, 1980, originalmente publicado en 1976; Robert DANTON, The Great Cat Massacre, Nueva York, 1986; Rhys ISAAC, The Transformation of Virginia, 1740-1790, Chapell Hill, N.C., 1982; Natalie Z. DAVIS, The Return of Martin Guerre, Cambridge, Mass, 1983 (trad, cast; El regreso de Martin Guerre, Barcelona, Antoni Bosch Ed. 1984) reposa en gran medida en un efecto producido por supuesto, no mediante la representación del autor como habiendo estado alli sino fundado en los análisis de las revelaciones experienciales de gente que si estuvo ahi.

9

Un detallado y equilibrado análisis del periodo anterior puede verse ahora en G. W. Stocking, Victorian Anthropology, Nueva York, 1987. Un estudio integral comparable de este siglo, con las cosas mucho más intrincadas, esta aun por hacer.

10

Valoraciones mas especificas resultarían aquí injustas y prematuras. Mi visión general del campo en este momento puede encontrarse en Waddling In, Times Literary Supplement, 7 de junio de 1985 (n. 4288), Págs. 623-624 (trad. Cast; El reconocimiento de la antropología, en Cuadernos del Norte, n. 35, enero-febrero de 1986).

 

 


 

El antropólogo como autor, Paídos Estudio, México, pp. 139-158.

 


 

online source: www.uacj.mx/icsa/Departamentos/DCS/Antropologia/Antologia.pdf

 


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