ESTAR ALLÍ

 

Clifford Geertz

 

La antropología y la escena de la escritura

 

 

La ilusión de que la etnografía consiste en hacer encajar hechos extraños e irregulares en categorías familiares y ordenadas — esto es magia, aquello tecnología — lleva tiempo siendo explotada. Lo que pueda sustituir a esto resulta sin embargo menos claro. Que pudiera ser un cierto tipo de escritura, de trascripción, es algo que de vez en cuando se les ha ocurrido a los relacionados con su producción, su consumo o a ambos por igual. Pero el análisis de la etnografía como escritura se ha visto obstaculizado por consideraciones varias, ninguna de ellas demasiado razonable.

 

Una de estas, de especial peso entre los productores de etnografía, es que seria poco antropológico hacer algo así. Lo que un buen etnógrafo debe hacer es ir a los sitios, volver con información sobre la gente que vive allí, y poner dicha información a disposición de la comunidad profesional de un modo práctico, en vez de vagar por las bibliotecas reflexionando sobre cuestiones literarias. La preocupación excesiva — que viene a querer decir la menor preocupación — por el modo en que están construidos los textos etnográficos semeja una distracción insana, derrochadora en el mejor de los casos, e hipocondríaca en el peor. Lo que nos importa son los tikopia y los tallen-si en sí mismos, y no las estrategias narrativas de Raymond Firth, o los mecanismos retóricos de Meyer Fortes.

 

Otra objeción, esta vez por parte de los consumidores, es que los textos antropológicos no merecen tan delicada atención. Una cosa es investigar cómo consiguen sus efectos Conrad, Flaubert o incluso Balzac; mientras que aplicarse a lo mismo con Lowie o Radcliffe-Brown, por hablar sólo de los muertos, puede llegar a parecer cómico. Hay unos cuantos antropólogos — Sapir, Benedict, Malinowski, y en la actualidad Lévi-Strauss — a los que llega a reconocérseles un estilo personal y distintivo, más allá de sus ocasionales tropos. Pero se trata de algo inhabitual y más bien desventajoso para ellos, por cuanto puede sugerir una práctica poco escrupulosa. Los buenos textos antropológicos deben ser planos y faltos de toda pretensión. No deben invitar al atento examen crítico literario, ni merecerlo.

 

Pero, tal vez, la más seria objeción que puede hacerse por todas partes, y que puede en verdad extenderse a la moderna vida intelectual en general, es que concentrar nuestra atención en el modo en que se presentan los enunciados cognoscitivos mina nuestra capacidad para tomarlos en serio. En cierto modo, la atención prestada a cuestiones tales como las metáforas, la imaginería, la fraseología o la voz, parece que puede conducir a un corrosivo relativismo en el que todo pasa a convertirse en poco más que una opinión inteligentemente expuesta. La etnografía, se dice, se convierte en un mero juego de palabras, como puedan serlo la poesía o: la novela. Exponer el modo como se hace la cosa equivale a sugerir, como en el truco de la mujer partida por la mitad con una sierra, que se trata de un puro ilusionismo.

 

Tales puntos de vista son del todo irrazonables, puesto que no encuentran fundamento en amenazas reales, ni siquiera en atisbos, sino en la imaginación de simples fu-turibles, que podrían llegar a darse en caso de ocurrir de repente las cosas de modo distinto a como ahora ocurren. Si los antropólogos dejaran de referir cómo ocurren las cosas en África o en Polinesia, y se dedicaran a perder él tiempo buscando dobles tramas en los textos de Kroeber, o informantes poco ñables en los de Max Gluckman, o a defender con toda seriedad que las historias sobre Marruecos referidas por Westermaick licin-n la misma categoría que las de Paúl Bowlcs, y hacen uso de idénticos medios con idénticas intenciones, ciertamente las cosas empezarían a situarse desde ese momento en términos de pura palabrería.

 

Pero que todo esto vaya a ocurrir por tomar en serio la escritura antropológica como tal escritura, resulta difícil de creer. Las raíces del miedo hay que buscarlas en otro lado: en el sentido de que, tal vez, de llegar a comprenderse mejor el carácter literario de la antropología, determinados mitos profesionales sobre el modo en que se consigue llegar a la persuasión serían imposibles de mantener. En concreto, sería difícil poder defender la idea de que los textos etnográficos consiguen convencer, en la medida en que convencen, gracias al puro poder de su sustantividad factual. El dominio de un gran número de detalles culturales altamente específicos ha sido el modo fundamental con que la apariencia de verdad — verosimilitud, vraisemblance, Wahrscheinlichkeit — se ha acostumbrado a buscar en dichos textos. Todas las dudas que el lector pueda sentir ante la rareza de dicho material quedan despejadas por su simple abundancia. A pesar de lo cual, el grado de credibilidad, alto, bajo, o del tipo que sea, hoy prestado a la etnografía de Lévi- Strauss, Malinowski, o cualquier otro, no reposa, al menos no primordialmente, sobre esa base. De ser así, J. G. Frazer, o en otro sentido Osear Lewis, serían los reyes, y la reserva, de incredulidad que muchos (yo incluido) otorgan al poco documentado Sistemas políticos de la Alta Birmania, de Leach, o al impresionista ensayo de Margaret Mead Bali-nese Character sería del todo inexplicable. Los etnógrafos pueden en verdad llegar a pensar que se les cree por la amplitud de sus descripciones. (Leach intentó responder a los ataques empiristas contra su libro sobre Birmania escribiendo otro, atiborrado de datos, sobre Sri Lanka, que sin embargo alcanzó mucha menor audiencia. Mead, por su parte, arguyó que los cientos de fotografías tomadas por Bateson demostraban sus tesis, aunque pocos, incluido el propio Bateson, parecen estar de acuerdo con ella.) Tal vez es cierto que debiera creérselos por la amplitud de sus descripciones, pero las cosas no parecen ser así.

 

El porqué de la persistencia de esta idea es algo difícil de explicar. Tal vez las ideas anticuadas sobre el modo en que se «establecen» los «resultados» en las ciencias duras tengan algo que ver con ello. En cualquier caso la principal alternativa a esta especie de teoría factualista de cómo consiguen convencer los trabajos antropológicos, a saber, que lo consiguen mediante la fuerza de sus argumentos teóricos, ya no resulta plausible. El aparato teórico de Malinowski, en otro tiempo una orgullosa torre, yace hoy en gran medida en ruinas, a pesar de lo cual sigue siendo el etnógrafo por antonomasia. El carácter más bien pasado de moda de las especulaciones psicologistas, tipo «cultura y personalidad», de Margaret Mead (Balíñese Character se financió gracias a una beca para el estudio de Ia dementia praecox que los balineses parecían exhibir en su forma más cotidiana), no parece, sin embargo, desmentir la pertinencia de sus observaciones, inigualadas por el resto de nosotros, sobre cómo son los balineses. Parte, al menos, de la obra de Lévi-Strauss sobrevivirá a la disolución del estructuralismo en sus impacientes sucesores. La gente seguirá leyendo Los nuer, a pesar del claro endurecimiento dogmático de la teoría segmentaria.

 

La habilidad de los antropólogos para hacernos tomar en serio lo que dicen tiene menos' que ver con su aspecto factual o su aire de elegancia conceptual, que con su capacidad para convencernos de que lo que dicen es resultado de haber podido penetrar (o, si se prefiere, haber sido penetrados por) otra forma de vida, de haber, de uno u otro modo, realmente «estado allí» Y en la persuasión de que este milagro invisible ha ocurrido, es donde interviene la escritura.

 

Las peculiaridades cruciales de la escritura etnográfica están, como en la carta robada, tan a la vista, que escapan a nuestra atención: el hecho, por ejemplo, de que buena parte de ella esté formada por asertos incontrastables. El carácter altamente concreto do las descripciones etnográficas — tal antropólogo, en tal fecha, en tal lugar, con tales informantes, tales compromisos, y talos experiencias, en tanto que representante de una cultura concreta, y miembro de una determinada clase — da al conjunto de lo que se dice un cierto cariz de «o lo toma, o lo deja». Algo así como el « ¿Tú habeg estado allí, Sharlie?» del barón Munchausen, en versión de Jack Pearl.

 

Incluso cuando, como ocurre cada vez más, otros antropólogos van a trabajar en la misma zona o con el mismo grupo, de modo que al menos hay una posibilidad general de comprobación, resulta muy difícil desmentir lo que alguien no totalmente desinformado ha dicho. Podemos, por ejemplo, volver con los azande, pero aunque la compleja teoría de la pasión, el conocimiento y la causación que Evans-Pritchard dice haber descubierto no llegue a verificarse, es más fácil que se pueda desconfiar de nuestros poderes que de los suyos, o tal vez haya que llegar a la conclusión de que los azande ya no son lo que eran. Cualquiera que pueda ser la situación actual del intercambio kula y las ideas con él relacionadas — y hay que' decir que cambian rápidamente —, la imagen que de él nos ha proporcionado Argonautas del Pacífico Occidental se mantendrá imborrable a todos los efectos. Quienes quieran quitarle fuerza no tendrán más remedio que intentar desplazar nuestra atención hacia otras imágenes. Incluso aquellos casos que en otros tipos de estudios empíricos se considerarían directamente contradictorios (la polémica de Redfield y Oscar Lewis sobre Tepoztlán, por ejemplo), la tendencia mayoritaria en antropología, cuando ambos estudiosos tienen ganado un merecido respeto, es considerar que el problema surge de dos tipos diferentes de enfoque, que versan sobre distintas partes del mismo elefante, y una tercera opinión no haría más que añadir leña al fuego. Y no es que todo lo que digan los etnógrafos se acepte sin más sólo porque lo hayan dicho ellos. A grandes rasgos, y a Dios gracias, no ocurre así. Pero sí es cierto que las bases que determinan lo que se acepta y lo que no, tienen muchísimo que ver con las personas. Incapaces de recuperar la inmediatez del trabajo de campo para su reevaluación empírica, escuchamos determinadas voces e ignoramos olías. Sería, eso sí, un verdadero escándalo si escucháramos a unos y dejáramos de escuchar a otros — todo es relativo, por supuesto — fundándonos en el capricho, el hábito o (algo muy a tener en cuenta hoy en día) los prejuicios y deseos políticos. Si, en cambio, lo hacemos debido a que determinados etnógrafos son más eficaces que otros a la hora de transmitir en prosa la impresión que han obtenido de su estrecho contacto con vidas que nos son lejanas, el asunto resulta mucho menos enojoso. Al descubrir el modo en que, en determinadas monografías o artículos, llega a crearse esa impresión, descubriremos, al mismo tiempo, los criterios por los que se los juzga. Del mismo modo que la crítica de ficción y poesía se alimenta mucho más de un compromiso efectivo con la ficción y poesía mismas, que de nociones importadas sobre lo que ambas deberían ser, la crítica de la escritura etnográfica (que en rigor no tiene nada de ninguna de ellas, pero en un sentido amplio es tan poética como ficcional) debería nutrirse de idéntico compromiso con la escritura misma, y no de preconcepciones sobre lo que debe parecer para que se la califique de ciencia.

 

Dada la naturaleza especifico personal (no meramente «personal») de nuestros juicios en esta materia, el punto obvio por donde iniciar tal compromiso es el problema de lo que pueda ser, en antropología, un «autor». Puede que en otros ámbitos del discurso el autor (al igual que el nombre, la historia, el yo, y demás martingalas burguesas) se halle en estado agonizante; él... ella..., en cambio, siguen perfectamente vivos en antropología. En nuestra ingenua disciplina, tal vez como forma habitual de episteme, importa aún mucho quién habla.

 

Hago estas irreverentes alusiones al famoso artículo de Michel Foucault «¿Qué es un autor?» (con el que estoy en general de acuerdo, salvo en sus premisas, sus conclusiones, y su estilo intelectual), porque, aun no compartiendo la idea de que el mundo actual haya reducido todas las formas de discurso «al anonimato del murmullo» en interés de la dispersión del poder, o de que Mallarmé haya producido una ruptura radical en la historia de la literatura, tras la cual la noción de obra literaria se ha ido desplazando hacia la idea de modos de dominación textual, ciertamente sitúa el problema que estoy planteando con bastante exactitud. Foucaull distingue allí, tal vez de un modo excesivamente tajante, dos ámbitos del discurso: aquel, especialmente en el campo de la ficción (aunque también en historia, biografía, filosofía y poesía), en el que lo que él llama «autor-función» sigue siendo algo, al menos por el momento, razonablemente firme; y aquel otro, especialmente en el campo de las ciencias (aunque también en las cartas, documentos privados legales y declaraciones políticas), donde en general, no lo es tanto. No se trata de un hecho constante, ni siquiera dentro de nuestra propia tradición: en la Edad Media, la mayor parte de los cantares de gesta — la Chansun de Roland, por ejemplo — carecían de autor; mientras que los tratados científicos — el Almagesto, pongamos por caso — sí lo tenían. Si bien se produjo una inversión en el XVII y XVII. Los discursos científicos empezaron a apreciarse por sí mismos, en medio del anonimato de una verdad aceptada o siempre redemostrable; su pertenencia a un conjunto sistemático, y no la referencia al individuo que los había producido, servía como garantía. El autor-función se desvaneció, y el nombre del inventor empezó a servir sólo como forma de designar los teoremas, las proposiciones, determinados efectos, propiedades de los cuerpos o síndromes patológicos. Casi al misino tiempo, los discursos literarios empezaron a ser aceptados sólo en la medida, en que pudieran atribuirse a un autor función. En la actualidad preguntamos siempre, ante cualquier texto poético o ficcional: ¿de dónde procede?, ¿quién lo escribió?, ¿cuándo?, ¿en que circunstancias? o ¿con que intención? El significado que se le adjudica, y el estatuto o valor que se le concede, dependen siempre del modo en que respondamos a estas preguntas. Como consecuencia, el autor-función desempeña hoy un importante [aunque, de nuevo, en opinión de Foucault, decreciente] papel, en nuestra percepción de las obras literarias.1

 

Es evidente que, así las cosas, la antropología está mucho más del lado de los discursos «literarios» que de, los «científicos». Los nombres personales aparecen ligados a libros y artículos, y más ocasionalmente a sistemas de pensamiento («Funcionalismo radcliffebrowniano», «Estructuralismo levistraussiano»). Muy raramente aparecen, en cambio, conectados con descubrimientos, propiedades o proposiciones (un «matrimonio murdockiano» es un chiste polémico; el «efecto Westermarck» —dejando a un lado su realidad— sirve tan sólo como calificativo). Lo cual no nos convierte, sin embargo, en novelistas, del mismo modo que el hecho de construir hipótesis o escribir fórmulas tampoco nos convierte, como algunos parecen pensar, en físicos. Aunque sugiere ciertos parecidos familiares que — al igual que la mula norteafricana, que habla siempre del hermano de su madre, el caballo, pero nunca de su padre, el burro— tendemos a suprimir en favor de otros, supuestamente más dignos de recuerdo.

 

Así pues, si admitimos que los textos etnográficos tienden a parecerse tanto a los textos de ficción como a los informes de laboratorio (aunque, al igual que nuestra muía, no se parecen a ninguno de los dos), dos cuestiones, o quizás una sola, doblemente planteada, se nos presentan de inmediato: 1) ¿de qué forma el «autorfunción » (¿o habremos de reducirnos a lo meramente literario, y hablar de «autor» sin más?) se hace manifiesto en el texto?; 2) ¿qué es lo que — más allá de la obvia tautología de tratarse de «una obra» — el, autor «autoriza»? La primera cuestión, llamémosla de la firma, tiene que ver con la construcción de una identidad textual. La segunda, que podríamos llamar del discurso, tiene que ver con el desarrollo de un modo concreto de formular las cosas — un vocabulario, una retórica, un patrón argumental — que aparece conectado con tal identidad de modo que parece provenir de ella como la manifestación de un intelecto. La cuestión de la firma, el establecimiento de una presencia autorial dentro del texto, ha perseguido a la etnografía desde muy pronto, aunque generalmente lo ha hecho de forma camuflada. Camuflada, porque nunca ha sido considerada como una cuestión narratologica, algo que tenga que ver con la forma de contar sinceramente una historia sincera, sino como una cuestión epistemológica, es decir, como algo que tiene que ver con cómo evitar que la visión subjetiva coloree los hechos objetivos. El choque entre las convenciones expositivas de los textos saturados de autoría y los privados de ella, que surge de la peculiar naturaleza de la empresa etnográfica, suele imaginarse como un choque entre la visión de las cosas tal como querríamos verlas y tal como son en realidad.

 

Una serie de desdichadas consecuencias han surgido de este entierro del problema de la «auto-ización» de los textos etnográficos bajo las ansiedades (a mi entender exageradas) de la subjetividad. Entre ellas está un empirismo que resulta extremo incluso en el contexto de las ciencias sociales; aunque una de las más dañinas ha sido el hecho de que, a pesar de presentarse de manera profunda y continuada las ambigüedades implícitas en el asunto, siempre ha resultado muy difícil poder abordarlas de forma directa. Los antropólogos están poseídos por la idea de que los problemas metodológicos centrales implícitos en la descripción etnográfica tienen que ver con la mecánica del conocimiento: la legitimidad de la «intuición», de la «empatia», y demás formas similares de cognición; la verificabilidad de los informes internalistas sobre los sentimientos y pensamientos de otros pueblos; el estatuto ontológico de la cultura. Consecuentemente, han hecho remontar las dificultades que experimentan a la hora de construir tales descripciones a la problemática del trabajo de campo, en vez de a la del discurso. La idea es que, si la relación entre observador y observado (informe) puede llegar a controlarse, la relación entre autor y texto (firma) se aclarará por sí sola. Y no se trata solamente de que esto sea falso, es decir, de que por muy delicada que pueda ser la forma de enfrentarse entre sí dos materias, nunca será lo mismo que enfrentarse a una página. La dificultad está en que la rareza que supone construir textos ostensiblemente científicos a partir de experiencias claramente biográficas, que es lo que al fin y al cabo hacen los etnógrafos, queda totalmente oscurecida. El problema de la firma, tal como el etnógrafo tiene que afrontarlo, o tal como se enfrenta con el etnógrafo, exige a la vez la actitud olímpica del físico no autorial y la soberana autoconciencia del novelista hiperautorial, sin permitir caer en ninguno de los dos extremos. Lo primero puede provocar acusaciones de insensibilidad, de tratar a la gente como objetos, de 'escuchar las palabras pero no la música, y, por, supuesto, de etnocentrismo. La segunda provoca acusaciones de impresionismo, de tratar a la gente como marionetas, de escuchar música que no existe, y, por supuesto, también de etnocentrismo. Poco puede asombrar que los etnógrafos oscilen habitualmente de manera incierta entre ambos polos, a veces en libros diferentes, y otras en el mismo libro. Encontrar a quien pueda sustentar un texto que se supone debe ser al mismo tiempo una visión íntima y una fría evaluación es un reto tan grande como adquirir la perspectiva adecuada y hacer la evaluación desde el primer momento. La única forma de captar este reto — cómo sonar como un peregrino y como un cartógrafo al misino tiempo — y la incomodidad que provoca, así como el grado de representarlo como producto de las complejidades de las negociaciones yo/otro, más que de las yo/texto, es a partir de la observación de los propios textos etnográficos. Y, puesto que el reto y la incomodidad se sienten de manera obvia ya desde las solapas, la mejor forma de estudiar las etnografías es hacerlo desde el principio, desde las páginas donde se describe la puesta en escena, las intenciones y la autopresentación. Pondré, para que se vea mejor lo que quiero decir, dos ejemplos, uno tomado de un clásico de la etnografía, merecidamente considerado como un estudio modélico, y otro muy reciente, también muy bien hecho, que transpira el aire del inquieto presente.

 

El trabajo clásico es We the Tikopia, de Raymond Firth, publicado por primera vez en 1936. Tras dos introducciones, una a cargo de Malinowski —donde dice que el libro de Firth «fortalece nuestra convicción de que la antropología cultural no tiene por qué ser una confusa mezcla de frases hechas o etiquetas, una fábrica de resúmenes impresionistas o reconstrucciones conjeturales, sino mas bien una ciencia social, casi estoy tentado de decir que la ciencia de los estudios sociales»— y otra del mismo Firth, donde subraya la necesidad de «prolongados contactos personales con la gente que uno estudia», y se disculpa porque «este trabajo no representa el estudio de campo de ayer mismo, sino el de hace siete años», el libro como tal comienza con un capítulo titulado «En la Polinesia primitiva»:

 

En el fresco amanecer, poco antes de la salida del sol, la proa del Southern Cross enfiló hacia el este, sobre cuyo horizonte se divisaba débilmente una tenue línea azul. Poco apoco fue convirtiéndose en una masa de escarpadas montañas, que parecían alzarse directamente desde la superficie del océano; según íbamos acercándonos, un estrecho anillo de tierra aja y llana, cubierto de espesa vegetación, se nos reveló en su base. El triste día gris, con sus nubes bajas, acrecentó mi agreste impresión de encontrarme ante un pico salvaje y turbulento, surgido de en medio de las aguas.

 

En poco más de una hora nos hallábamos próximos a la orilla, y pudimos ver toda una serie de canoas que venían en abanico desde el sur, fuera ya del arrecife de coral, sobre el que la marea estaba baja- Las embarcaciones de balancín se acercaron a nosotros, los hombres que iban en ellas aparecían desnudos hasta la cintura, cubiertos con un taparrabos de tela de corteza, con grandes abanicos metidos en la parte trasera de sus cinturones, aros de carey o rollos de hojas en sus-orejas y tabique nasal, con barba y con los largos cabellos cayéndoles libremente sobre los .hombros. Algunos empleaban sus- pesadas y rudas palas, otros llevaban esteras de pándano hermosamente tejidas en los estribos de sus barcas, otros en fin, empuñaban largas picas o lanzas. El barco echó anclas en la bahía abierta que se extendía fuera del arrecife de coral. Apenas se hubo soltado el cable, los nativos se arremolinaron dentro del buque, subiendo por los costados por cualquier medio factible, gritándose fieramente unos a otros en una lengua que ni los intérpretes mota del barco de la misión podían entender. Me Pregunté si aquel turbulento material humano podría alguna vez someterse a estadio científico.

 

Vahihaloa, mi «boy», echó un vistazo desde la cubierta superior, y dijo: «señor, mí mucho miedo», con risa temblorosa. «Yo creer estos tipos poder kaikai mí.» Kaikai es el término pidgin que significa «comer». Por primera vez, sin duda, empezó a plantearse si había sido prudente dejar lo que para él era la civilización en Tulagi, la sede del gobierno a cuatrocientas millas de allí, para pasar conmigo un año entero en un lugar tan lejano y entre salvajes de tan feroz apariencia. Yo mismo, aún sin sentirme tampoco del todo seguro de lo que allí nos esperaba — ya que sabía que estaban al borde del canibalismo —, lo tranquilicé, y empezamos a sacar la impedimenta. Luego fuimos hasta la orilla en una de las canoas. Al llegar al borde del arrecife, nuestra embarcación se detuvo debido a la resaca de la marea. Saltamos sobre la roca coralina y empezamos a vadear el arrecife hasta la orilla llevados de la mano de nuestros anfitriones, como niños en una fiesta, intercambiando sonrisas a falta, por el momento, de algo más tangible o inteligible. Estábamos rodeados de una muchedumbre de muchachos parlanchines, con sus agradables y aterciopeladas pieles marrón claro y su pelo lacio, tan distintos de los melanesios que habíamos encontrado hasta entonces. Remoloneaban en derredor chapoteando como un banco de peces, y algunos de ellos, presa de su entusiasmo, se hundían en las pozas. Finalmente, el largo vadeo llegó a su fin, escalamos la escarpada playa en forma de concha, cruzamos la suave y seca arena sembrada de pardas agujas de los árboles casuarina — un cierto toque casero: era como una avenida de pinos — y nos condujeron ante el gran jefe, cubierto pomposamente con una capa blanca y un taparrabos del mismo color, quien nos esperaba en su estrado bajo un copudo árbol.2

 

Pocas dudas puede haber, después de esto, de que Firth, en el más amplio sentido de la palabra, estuvo «allí». Cada mínimo detalle, relatado con dickensiana exuberancia y conradiano fatalismo —la masa azulada de la isla, las nubes bajas, el excitado parloteo, las aterciopeladas pieles, la playa en forma de concha, la alfombra de agujas de casuarina, el entronizado jefe— induce a la convicción de que cuanto sigue, quinientas páginas descripción resueltamente objetivizada de las costumbres sociales —los tikopia hacen esto, los tikopia creen aquello— puede tomarse como un hecho. La ansiedad de Firth sobre la posibilidad de lograr que «tan turbulento material humano» pueda «someterse alguna vez a estudio científico» se revela al fin tan exagerada como el miedo de su «boy» a ser devorado.

 

Aunque tampoco desaparece del todo. Los subrayados del tipo «esto me ocurrió a mí» reaparecen periódicamente; el texto aparece firmado y rubricado por todas parles. Hasta la última línea, Firlh lucha con su relación respecto de lo que ha escrito, viéndolo aún en términos cíe puro estudio de campo. «La mayor necesidad —dice en esa última línea— que tienen hoy las ciencias sociales es la de una metodología más refinada, tan objetiva y desapasionada como sea posible, en la que, aunque los presupuestos debidos a los condicionamientos e intereses personales, del investigador llegue a influir en sus resultados, dicho sesgo pueda asumirse conscientemente, y la posibilidad de otros supuestos iniciales tomarse igualmente en cuenta, descontándose así las implicaciones de cada uno en el curso del análisis»(pág. 488). En el fondo, su ansiedad y la de su «boy» no resultan demasiado diferentes. «Doy esta especie de recital egocéntrico», escribe disculpándose, tras pasar revista a sus técnicas de campo, sus recursos lingüísticos, su modo de vida en la isla, etc., «no porque piense que la antropología deba convertirse en una lectura agradable, sino porque la consideración de las relaciones del antropólogo con la gente que estudia son relevantes para la naturaleza de sus resultados. Constituyen un índice de su digestívidad social: hay personas que no pueden digerir extraños, y otras que los absorben con facilidad» (Pág. II).

 

El texto reciente que quiero ejemplificar como muestra de la incomodidad autoríal que surge del hecho de tener que producir textos científicos a partir de experiencias biográficas es The Death Ritnals of Rural Greece, escrito por un joven etnógrafo, Loring Danlorth. Como muchos otros de su generación, destetados con la Positivismus-Kritik y el anticolonialismo, Danforth parece más preocupado por no devorar a las gentes que estudia que por ser devorado por ellas, aunque para él el problema es y seguirá siendo epistemológico. Cito, con bastantes elipsis, un fragmento de su introducción, titulada «Self and Other»: La antropología, inevitablemente, implica un encuentro con el Otro. Con excesiva frecuencia, sin embargo, la distancia etnográfica que separa al lector de los textos antropológicos y al antropólogo mismo del Otro, se mantiene de manera rígida, y aún se la exagera de forma artificial. En muchos casos, este distanciamiento conduce a una focalización exclusiva del Otro como algo primitivo, curioso y exótico. La brecha entre el familiar «nosotros» y el exótico «ellos» es un obstáculo fundamental para la comprensión significativa del Otro, obstáculo que sólo puede superarse mediante algún tipo de participación en el mundo del Otro.

 

El mantenimiento de esta distancia etnográfica ha dado como resultado la parroquialización o la folclorización de la investigación antropológica sobre la muerte. En vez de abordar el significado universal de la muerte, los antropólogos la han trivializado con frecuencia, interesándose sobre todo por las prácticas rituales exóticas, curiosas, y a veces violentas que acompañan a la muerte en muchas sociedades. Si, no obstante, resultara posible reducir la distancia entre el antropólogo y el Otro, superar la brecha entre «nosotros» y «ellos», podría culminarse la meta de una antropología verdaderamente humanista... [El] deseo de superar la distancia entre el Uno mismo y el Otro que urgió [mi] adopción de éste [tipo de enfoque] surge de mi propia experiencia de campo. Cada vez que observaba los rituales funerarios en la Grecia rural, tomaba aguda conciencia de la paradójica y simultánea distancia y cercanía, otredad y mismidad. A mis ojos, los lamentos funerarios, la ropa de luto y los ritos de inhumación eran exóticos. Y sin embargo... era consciente en todos los casos de que no solamente los Otros mueren. Era consciente de que mis amigos y familiares tienen que morir, que yo moriré, que la muerte llega para todos, propios y extraños por igual.

 

En el curso de mi trabajo de campo, estos «exóticos» acabaron adquiriendo sentido, e incluso se me presentaron como atractivas alternativas a la experiencia de la muerte tal como yo la había conocido. Mientras me hallaba sentado al lado del cadáver de un hombre que acababa de morir hacía -pocas horas y escuchaba a su mujer, sus hermanas y sus hijas lamentar su muerte, imaginaba esos misinos tilos celebrados y esos mismos cantos interpretados en la muerte de uno de mis parientes, e incluso en mi propia muerte, cuando el hermano del difunto entraba en la habitación, las mujeres empezaba a cantar un lamento que hacía referencia a la viólenla separación de dos hermanos mientras ambos se hallaban colgados de las ramas de un árbol arrastrado por un furioso torrente. Pensé entonces en mi propio hermano, y lloré. La distancia entre el Uno mismo y el Otro se había hecho realmente pequeña.3

 

Hay, por supuesto, grandes diferencias entre estas dos puestas en escena y autoubicaciones: una sigue el modelo de la novela realista (Trollope en los Mares del Sur), mientras la otra sigue el modelo filosófico-meditativo (Heidegger en Grecia); una muestra una preocupación científica por la insuficiencia de la distancia, mientras la otra exhibe una preocupación humanista por la insuficiencia del compromiso. Expansividad retórica en 1936, sinceridad retórica en 1982. Pero las similitudes son aún mayores, lo-das ellas derivadas de un topos común — el delicado pero fructífero establecimiento de una sensibilidad familiar, semejante a la nuestra, en un lugar intrigan le peto ex I rano, en modo alguno similar al nuestro. El drama de la llegada de Firth a su territorio termina con un encuentro, casi una audiencia real, con un jefe. Tras ello, uno sabe que se producirá un entendimiento mutuo, y todo irá bien. Las obsesivas reflexiones de Danlorth sobre la Otredad terminan con su especularización funeraria, más llena de fantasía que de empatía. Tras ello, uno sabe que la brecha quedará superada, que la comunión está al alcance de la mano. Los etnógrafos necesitan convencernos (como estos dos hacen de manera efectiva) no sólo de que verdaderamente han «estado allí», sino de que (como también hacen éstos, aunque de manera menos evidente), de haber estado nosotros allí, hubiéramos visto lo que ellos vieron, sentido lo que ellos sintieron, concluido lo que ellos concluyeron.

 

No todos los etnógrafos, ni siquiera la mayor parte de ellos, empiezan cogiendo por los cuernos el dilema de la firma de manera tan enfática como hacen éstos. La mayor parte se mantienen más bien a raya, bien sea comenzando con una amplia y no siempre suficiente (dado lo que sigue) descripción detallada acerca del entorno natural, la población, y cosas similares, o con amplias disquisiciones teóricas a las que luego no se hace mucha referencia. La representación explícita de la presencia autorial tiende a quedar relegada, del mismo modo que otras cuestiones embarazosas, al prefacio, las notas o los apéndices.

 

Pero el tema acaba siempre por aparecer, aunque se rechace o se disfrace. «El viajero del África occidental» — escribe Meyer Fortes en la primera página de su estudio sobre los tallensi (quizá la más plenamente objetivizada de todas las grandes monografías etnográficas, cuya escritura viene a ser como una especie de texto legal escrito por un botánico) — «que penetra en esta región desde el sur queda impresionado por el contraste con la franja boscosa. Según sus gustos se sentirá complacido o desanimado, tras la masiva y gigantesca lobreguez de la selva virgen.»4 No cabe eluda de quién puede ser ese «viajero» de cuya ambivalencia se nos habla, y que aparece embozado en una nota a pie de página. «La autopista 61 atraviesa doscientas millas de ricas tierras negras conocidas con el nombre de Delta del Mississippi — dice William Ferris al comienzo de su libro Blues from the Delta, publicado hace pocos anos, sobre los músicos negros del sur rural —. Hileras de algodón y soja, de muchas millas de longitud, se extienden a partir de sus calles y rodean las ciudades que de cuando en cuantío se encuentran, con nombres tales como Lula, Alligator, Panther Burn, Nitta Yuma, Anguilla, Arcóla y Onward.»5 Está bien claro (aunque no se sepa que Ferris es nativo del Delta) quién es el que ha estado recorriendo la cilada autopista. Meterse en su propio texto (es decir, entrar representacionalmente en el texto) puede resultar tan difícil para los etnógrafos como meterse en el interior de una cultura (es decir, entrar imaginariamente en una cultura). Para algunos puede resultar incluso mucho más difícil (Gregory Bateson, cuyo excéntrico clásico Noven parece consistir principalmente en una serie de falsos comienzos y continuos replanteamientos — preámbulo tras preámbulo, epílogo tras epílogo — es quien viene inmediatamente a la cabeza). Pero, de un modo u otro, aunque sea de manera irreflexiva y con todo tipo de recelos sobre su pertinencia, todos los etnógrafos acaban haciéndolo. Puede que haya muchos libros romos e indigestos en antropología, pero pocos de ellos, si es que hay alguno, pueden considerarse murmullos anónimos.

 

La otra cuestión preliminar (que es lo que un autor «autoriza», o el problema discursivo, como antes lo he llamado) se plantea también de manera general en «¿Qué es un autor?», de Foucault, y en el ensayo de Roland Barthes (en mi opinión bastante más sutil) «Escritores y escribientes», publicado casi una década antes6.

 

Foucault sitúa la cuestión en términos de una distinción entre aquellos autores (la mayor parte) «a quienes puede atribuirse legítimamente la producción de un texto, un libro o una obra», y aquellas otras figuras de mayor alcance que «son autores de mucho más que un libro»; autores de «una teoría, una tradición o una disciplina en la que otros libros y autores encuentran a su vez lugar» (pág. 153). Y hace a continuación toda una serie de cuestionables asertos a este respecto: que sus ejemplos de los siglos XIX y XX (Marx, Freud, etc.) son tan radicalmente distintos de los ejemplos anteriores (Aristóteles, san Agustín, etc.) que no pueden compararse con ellos; que tal cosa no ocurre en la ficción; y que Galileo, Newton, o, aunque él no lo menciona (tal vez por prudencia), Einstein, no son ejemplos adecuados. Aunque es más que evidente que los «fundadores de discursividad», como él los llama, los autores que han' producido no sólo sus propias obras, sino que al producirlas «han producido algo distinto: la posibilidad y las reglas de formación de otros textos», son cruciales, no sólo para el desarrollo de disciplinas intelectuales, sino para la naturaleza misma de dichas disciplinas. «Freud no es sólo el autor de La interpretación de los sueños, o El chiste y su relación con lo inconsciente; Marx no es sólo el autor dé El manifiesto comunista o El capital: ambos han establecido una ilimitada posibilidad discursiva» (pág. 154).

 

Tal vez sólo parece ilimitada; pero sabemos lo que con ello quiere decir. Barthes aborda esta misma cuestión distinguiendo entre «autor» y «escritor»7 (y, en otro lugar, entre «obra», que es lo que un «autor» produce, y «texto», que es lo que el «escritor» hace).8 El autor, dice, ejecuta una función; el escritor, una actividad. El autor tiene una cierta función sacerdotal (lo compara con el hechicero de Mauss); el escritor tiene que ver con el clérigo medieval. Para el autor, «escribir» es un verbo intransitivo: «es alguien que transforma de manera radical el por que de las cosas en un cómo escribir». Para el escritor, en cambio, «escribir» es un verbo transitivo: escribe algo. «Plantea una meta (para evidenciar, explicar, instruir) para la que el lenguaje es sólo un medio; para él el lenguaje sostiene una praxis, no la constituye ... lo restituye a su naturaleza de instrumento de comunicación, de vehículo del "pensamiento".»9 Todo ésto puede recordar un tanto a aquella profesora de «escritura creativa» que aparece en Pictures from an Instituíion, de Randall Jarrell, la cual dividía a todo el mundo en «autores» y «gente», y mientras que los autores eran gente, la gente no eran autores. Pero en el campo de la antropología, resulta difícil negar el hecho de que determinados individuos, comoquiera que se les llame, establecen los términos discursivos en cuyo marco otros posteriormente se mueven, durante un tiempo, al menos, y siempre a su propio aire. El conjunto de lo aquí tratado aparece diferenciado, cuando se examina por encima de las etiquetas académicas convencionales, en términos similares. Boas, Benedict, Malinowski, Radcliffe-Brown, Murdock, Evans-Pritchard, Griaule y Lévi-Strauss, por no alargar demasiado la lista, y hacerla a la vez pretérita y variada, remiten no sólo a obras concretas y particulares (El hombre y la cultura, Social Structure, o El pensamiento salvaje), sino a todo un estilo antropológico de ver las cosas: recortan el paisaje intelectual y diferencian el campo del discurso. Esta es la razón de que tendamos a descartar rápidamente sus nombres de pila y a adjetivizar sus apellidos: tenemos así la antropología boasiana, griauliana o, por citar el sardónico adjetivo inventado por Talcott Parsons (a su vez una especie de auteur a lo Barthes, en el campo de la sociología), y que siempre me ha hecho gracia, una antropología «benedictina».

 

Esta distinción entre «autores» y «escritores», o en la versión foucaultiana, entre fundadores de discursividad y productores de textos concretos, carece como tal de valor intrínseco. Muchos de los que «escriben» en el marco de tradiciones que otros han «autorizado», pueden llegar a sobrepasar ampliamente a sus modelos. Firth, y no Malinowski, es probablemente nuestro mejor malinowskiano. Fortes eclipsa de tal manera a Radcliffe-Brown que llegamos a preguntarnos cómo pudo haber tomado a éste como maestro. Kroeber realizó lo que en Boas no era más que una promesa. Tampoco se le hace justicia al fenómeno en la más bien fácil noción de «escuela», que suena un poco a formación de grupos que nadan juntos a la zaga de un pez-guía, antes que lo que realmente es, una cuestión de géneros, el impulso que lleva a explotar nuevas posibilidades de representación recién reveladas. Mucho menos se trata, por último, de un duelo entre tipos puros y absolutos. Barthes, en realidad, termina «Escritores y escribientes » hablando de que la figura literaria característica de nuestro tiempo es un tipo bastardo, el «autor-escritor»: el intelectual profesional capturado entre el deseo de crear una seductora estructura verbal, para ingresar en lo que él llama el «teatro de la lengua», y el deseo de comunicar hechos e ideas, de mercadear información; y coquetea continuamente con un deseo y otro. Pase lo que pase con el discurso propiamente lettré y con el específicamente científico, que parecen inclinarse de manera más o menos definitiva hacia el lenguaje como praxis o el lenguaje como medio, el discurso antropológico sigue siendo un discurso oscilante, híbrido, entre ambos. La incertidumbre que se manifiesta en términos de firma sobre hasta qué punto y de qué manera invadir el propio texto se manifiesta en términos de discurso sobre hasta qué punto y de qué manera componerlo imaginativamente. res de discursividad, estudiosos que al misino tiempo han firmado sus obras con cierta determinación y construido teatros del lenguaje en los que toda una serie de otros, de manera más o menos convincente, han actuado, actúan aún, y sin duda alguna seguirán actuando durante algún tiempo.

 

Trataré a cada uno de estos exponentes de manera distinta, no sólo porque son distintos — el mandarín parisino, el profesor de Oxford, el polaco errante y la intelectual neoyorquina —, sino porque quiero explayarme sobre diversos temas a partir de ellos. Lévj-Strauss, a quien analizaré en primer lugar, aunque es el más reciente, el más esquinado, y, en términos literarios, el más radical de los cuatro, introduce en materia con total rapidez, sobre todo si uno se concentra, como yo haré, en ésa especie de libro-casuario que es Tristes trópicos. El carácter extremadamente textualiste de esta obra, que sitúa en todo momento lo literario en primer plano, haciéndose eco sin cesar de muy diversos géneros, y resultando imposible de clasificar en ninguna categoría concreta que no sea la suya propia, lo convierte probablemente en el texto antropológico más enfáticamente autorreferencial que existe, un texto que reduce sin el menor rebozo el «por qué» de las cosas al «cómo escribir». Por otro lado, al igual que en las restantes obras de Lévi-Strauss, su relación con la «realidad cultural» (cualquiera que sea) es oblicua, distante y complejamente tensa, una aproximación aparente que es en realidad una toma de distancia, hasta el punto de poner útilmente en tela de juicio las concepciones establecidas sobre la naturaleza de la etnografía. Lévi-Strauss tiene ciertamente un modo muy personal de «estar allí». A pesar de lo que los antropólogos puedan pensar de Tristes trópicos — que es un hermoso cuento, una visión reveladora, o un nuevo ejemplo de equívoco francés —, pocos son los que acaban de leerlo sin haberse sentido como mínimo un poco sacudidos. Evans-Pritchard es, por supuesto, harina de otro costal: un autor para el que — dado su estilo seguro, directo y arquitectónico — un oxímoron considerado como «cegadora claridad» parece hecho a medida. Un aventurero-etnógrafo que se mueve a sus anchas por el mundo del imperialismo colonial, a la vez como observador y como actor, y cuya misión parece ser poner al desnudo, hacer claramente visible, como las ramas de un árbol o un redil de ganado, la sociedad tribal; sus libros, simples fotos de lo que describen, bocetos tomados al natural. Que estos supuestos modelos de lo que G. Marcus y Dick Cushman, en su repaso de los recientes experimentos sobre escritura antropológica, llaman «realismo etnográfico», hayan venido a convertirse en los más desconcertantes textos de toda la antropología — leídos y discutidos una y otra vez y de variados modos, considerados ya como ciencia estricta o como gran arte, exaltados como modelos clásicos o como experimentos heterodoxos, citados por filósofos o celebrados por ecologistas —, no hace sino sugerir que, bajo su aspecto digno y decoroso, resultan tan taimados como los textos de Lévi-Strauss, y casi tan instructivos.10 Los objetos sólidos que se diluyen bajo una mirada fija resultan ser no menos fascinantes que aquellos otros de carácter formalmente fantasmal, y quizá no menos turbadores.

 

En el caso de Malinowski, mi interés versará no tanto en el hombre como tal, sobre el que mucho se ha escrito ya, como sobre lo que forjó. «Autor» barthesiano de la observación participante, del «no sólo estuve allí, sino que fui uno de ellos, y hablé con su voz» como estilo dé tradición etnográfica (aunque no fue ciertamente el primero en practicarla, del mismo modo que Joyce no fue el primero en utilizar la «corriente de conciencia», ni Cervantes en recrear la picaresca), hizo de la etnografía una curiosa materia interior, una cuestión de autoprueba y autotransformación, y de su escritura una forma de autorrevelación. La quiebra de la seguridad epistemológica (y moral) que, con toda su externa fanfarronería, empezó practicando consigo mismo — como podemos ver ahora en su postumamente publicado Diario ha dado lugar hoy a una quiebra en la seguridad expositiva y provocado toda una oleada de remedios, más o menos desesperados. La meditabunda nota de la «Introducción» antes citada de Loring Danforth (quién soy yo para decir estas cosas?, ¿con qué derecho?, ¿con qué fin? y, ¿cómo demonios puedo arreglármelas para decírselo con honestidad?) tiene hoy amplias resonancias, bajo variadas formas y con diversa intensidad. Hacer etnografía «desde el punto de vista del nativo» era para Malinowski dramatizar sus propias esperanzas de auto trascendencia; para muchos de sus más fieles descendientes, dramatizar sus miedos de autoengaño. Finalmente, en los esquemáticos retratos y sumarias evaluaciones de Ruth Benedict, emerge con peculiar claridad otro aspecto del carácter reflexivo, tipo «¿Dónde están ellos?», «¿Dónde estoy yo?», de la antropología: el modo en que se escribe acerca de otras sociedades resulta ser siempre una especie de comentario esópico sobre la propia sociedad. Para un americano, recapitular a los zuñi, los kwakiutl, los dobu o los japoneses como una sola pieza, equivale a recapitular a los americanos como una sola pieza, al mismo tiempo; hacerlos tan provincianos, exóticos, cómicos y arbitrarios, como puedan serlo los hechiceros y los samurais. El famoso relativismo de Benedict era menos una postura filosófica, sistemáticamente defendida, o incluso coherentemente mantenida, que el producto de una forma particular de describir a los otros, un tipo de descripción en el que las rarezas distantes servían para cuestionar los presupuestos próximos y familiares.

 

El «estar allí» autorial, palpable en la página escrita, resulta en cualquier caso una triquiñuela tan difícil de hacer aflorar como el «haber estado allí» personalmente, que al fin y al cabo sólo requiere poco más que un billete de viaje y permiso para aterrizar; capacidad para soportar una cierta dosis de soledad, de invasión del ámbito privado y de incomodidad física; un estado de ánimo relajado para hacer frente a raras excrecencias e inexplicables fiebres; capacidad para soportar a pie firme los insultos artísticos, y una cierta paciencia para soportar una interminable búsqueda de agujas en infinitos pajares. El modo de estar allí autorial se vuelve cada vez más difícil. La ventaja de desplazar al menos parte de nuestra atención desde la fascinación del trabajo de campo, que durante tanto tiempo nos ha mantenido esclavos, hacia la escritura, está no sólo en que tal dificultad podrá entenderse más fácilmente, sino también en que de este modo aprenderemos a leer de Un modo más agudo. Ciento quince años (si fechamos el inicio de nuestra profesión, como suele hacerse, a partir de Tylor) de prosa aseverativa e inocencia literaria son ya suficientes.

 


1

M. FOUCAULT, What is an Author? En J. V HARRARI (ed.) Textual Strategies, Nueva York, Ithaca, 1979, págs. 149-150.

2

R. FIRTH, We the Tikopia, Londres, 1936, págs. 1-2. Para una contextualizacion de este fragmento en el contexto de la travel writing (escrita de viajes), puede verse ahora M. L. PRATT. Fieldwork in common places, en J. CLIFFORD y G. E. MARCUS (eds), Writing Culture: The Poetics and Politics or Ethnography, Berkeley, California, 1986, Págs., 35-37 (de próxima publicación en editorial Jucar, con el titulo Retoricas de la etnografía).

3

L. DANFORH, The Death Rituals in Rural Greece, Princeton, Nueva Jersey, 1982, págs. 5-7. Para similares quejas modernas o posmodernas sobre la antropología de la muerte, sugerida de una experiencia personal, la muerte accidental de su propia esposa, vease R. ROSALDO, Grief and a Headhunter Rage: On the Cultural Force of Emotions, en E. BRUNNER (ed.). Text. Play and Store, 1983, Proceedings of the American Ethnological Society, Washington DC, 1984 págs. 178-195. En la mayor parte de lose estudios antropológicos sobre la muerte, los analistas simplemente eliminan las emociones, asumiendo el punto de vista del observador mas distanciado. Su postula iguala asimismo lo ritual con lo obligatorio, ignora la relación entre ritual y vida cotidiana, y confunde el proceso con el proceso luctuoso. La regla general parece se la adecentar las cosas cuanto sea posible, enjugando las lagrimas e ignorando los elementos (pág. 189).

4

M. FORTES, The Dynamics of Clanship Among the Tellensi, Londres, 1967.

5

W. FERRIS, Blues from the Delta, Garden City, Nueva York, 1979; pág. I.

6

R. BARTHES, Authors and Writers, en S. Sontang (ed.), A Barthes Reader, Nueva York, 1982, págs. 185-193 (trad. Cast; Escritores y escribientes, en la cuastion de los intelectuales, Buenos Aires, Rodolfo Alonso Ed., 1969).

7

En realidad la distinción que establece Barthes es entre ecrivains. El traductor castellano de la edición argentina citada en la nota anterior traducía tal disyunción como escritores y escribientes, aunque tal vez fuera mas justo traducir el segundo termino como escribanos, dándole así el tono clerical que Barthes le atribuía. Para mantener el juego terminológico, tal como Geertz lo desarrolla en su argumentación, se ha preferido, no obstante, traducir directamente del texto inglés, convirtiendo el escritor de Barthes en autor, tal como quiso la traducción inglesa del famoso artículo barthesiano y tal como Geertz lo usa.

8

R. BARTHES, From Work to text, en HARARI (ed.), Textual Strategies, págs. 73-82 (trad. Cast. De la obra al texto, en El Susurro del lenguaje, Barcelona, Paidos, 1987).

9

R. BARTHES, Authors and Writers, cit., pág. 187-189.

10

G. MARCUS y D. CUSHMAN, Ethnographies as Texts, en B. SIEGEL (ed.) Annual Review of Anthropology, vol. II, Palo Alto California, 1982, págs. 25-69.

 

 


 

El antropólogo como autor, Paídos Estudio, México, 1989, pp. 11-34.

 


 

online source: www.uacj.mx/icsa/Departamentos/DCS/Antropologia/Antologia.pdf

 


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